Por Eudaldo Báez Galib / Abogado puertorriqueño
Atacado por la criminalidad. Insultado en su orgullo por los líderes. Asaltados sus bolsillos. Ultrajada su dignidad. Negada sus esperanzas. Apuñalada sus espaldas con promesas falsas. Insultado por la metrópolis. Ignorado por sus gobiernos y por quienes han hecho y hacen gobierno. Endiosada la mediocridad y aplaudida la ignorancia. El nacimiento de una nueva teoría: que la insensibilidad es inevitable para progreso y futuro. Olvidado, muy olvidado, por las almas de buena voluntad. Y forzado a tomar ese purgante de los llamados medios que justifican fines. El Pueblo de Puerto Rico.
Un empujón más y los resultados serán obvios. Máxime cuando ha venido aumentando la presión por años y comienzan a ceder las paredes de la caldera. ¿Es que alguien puede creer que la angustia generada por la desesperación no produce comportamientos explosivos? ¡Cautela! Un pueblo llevado al borde de su tolerancia deja de ser pueblo, si ser pueblo implica prudencia, convivencia y orden. Más aún, cuando existen aquellos que siempre están prestos a morder; esos usuales reptiles sociales que se arrastran en las sombras.
Me pregunto, porque no entiendo, si los generadores de ideas, sean quienes sean y donde estén, a todo lo ancho de nuestro país o sirviendo a cualquiera, calibran las consecuencias, o, si meramente, con el heroísmo típico de la arrogancia intelectual, aprietan el disparador porque sí, y ya. O, para más depresión nuestra, si valoran la genuflexión ante los intereses privados más que ante la gente que constituye esa piedra angular del nosotros, el Pueblo. Recordemos que cuando los intereses particulares tienen preeminencia sobre los comunales, el sistema deja de llamarse democracia. Se crea una aberración política, antítesis de un gobierno del, por y para el pueblo. Es la dictadura cruel del engaño, que bien manejada, es la reingeniería de la decencia pública.
¿Alguien se ha preguntado, a su propio ser honesto, qué reacción puede tener un padre y esposo al momento de no poder proveerle a su familia? No al acostumbrado a no proveerles para que el estado resuelva. No. Al que suda día a día y rechaza extender la mano para pedir, permitiéndola solo para trabajar. Para producir a Puerto Rico. ¿Podemos admitir que se produce desesperación? ¿Angustia? O qué del hombre o mujer que tras muchos sacrificios logra un humilde caudal para mejorarse, y lo ve desaparecer. O qué de los que por décadas laboraron para disfrutar una jubilación honrosa y realizar que se esfumó la posibilidad. Entonces multiplique esos ciudadanos por equis más tanto. Peligroso ¿no? ¿Sería éticamente válida una reacción violenta? ¿El toro de De Diego?
Entretanto, hemos muchos Nerones en nuestra propia Roma. Rascando la lira del politiqueo, de intereses empresariales, de la construcción de imágenes mediante la destrucción de otras y, por supuesto, de la búsqueda del poder. ¿Es que a nadie le repugna esta lucha de quién obtiene más, se posiciona mejor o beneficia su grupo, sobre el infortunio de todo un pueblo? Esas imágenes publicadas a diario, patéticas, vomitivas, reales, de seres como cualquiera de nosotros, que inexplicablemente desarrollan gran apetito por las doce monedas o los reflectores. ¿Son conscientes de su propio ser o hemos producido una casta insensible que se alimenta del dolor colectivo? Nadie critica algún grado de oportunismo permisible. Pero, el oportunismo criminal contra la estabilidad social, más que delictivo es canallesco.
En fin, un campo de batalla de todos, contra todos. Donde ya ni bandos hay. Pues dentro de los que antes eran, ni ahí se respeta la sensibilidad. Combates que en tiempos de gloria se ignoraban por inocuos, descansan más sobre el insulto personal que la calidad de ideas. Lo que es entendible en estos tiempos; ya que producir, explicar y entender ideas, requiere calidad humana. ¡Es tan más fácil destruir al mensajero que enfrentar sus ideas! Lo primero meramente requiere instinto animal. Lo segundo, alguna elegancia intelectual.
Además, en una sociedad prostituida por el entretenimiento ¡cuán vendible! Somos, además, una época histórica de desvíos. La culpa o responsabilidad es de otros. A la Policía se culpa por la criminalidad. No. Es por la de todos nosotros, que apoyamos al crimen escondiendo a los autores (sean sus cuellos blancos o sudados); comprando los objetos que roban; negando atestiguar lo que evidentemente presenciamos y admirando al “bichote” (“big shot”), sea éste de un residencial o de una junta de directores.
Al esquema educativo se le culpa por el desbarajuste en la enseñanza, cuando que los responsables son el modelaje de sus padres, el abandono de aquellos por estos, de una sociedad que prohibe cosas pero las viola impunemente, de un liderato social—los que “han llegado”—con actores baratos glorificando lo históricamente sin valor. Sí. Una nueva ética de “al revés”; arriba es abajo, lo grueso es delgado, el idiota es inteligente y el chijá es chijí.
Desesperación, más desinformación, más desvalorización, suma a peligro. Lleva a nuestra sociedad al pie del abismo con suficientes manos para empujarla. Pero, pregúntese, ¿y si se revela, rehúsa caer, opta por luchar para sobrevivir o meramente se asusta y reacciona en pánico violento? ¿No podríamos tener en nuestras manos la posibilidad, tal vez probabilidad, de amotinamiento, o, por lo menos, actos no concertados de violencia (las que sean)? ¡Asusta! Pero, ¿importa a los que el pueblo apoderó? Y apoderados no son solo políticos, ni ministros o pastores, ni académicos doctorados. Son todos aquellos que por razón de su relación con el pueblo—le compran, le invierten, le aplauden—están en sitial reconocido.
Hemos descendido de un llamado gobierno compartido, que aún cuando se niega implica culpas compartidas, hacia un reguero social de hipocresía compartida. ¡Que nadie se lleve a engaño! Si ocurre la explosión, la culpa será del otro, la responsabilidad será desconocida, todos lloraran para las cámaras y rasgaran sus vestiduras para el récord Ah. Y no cuenten con que la presencia del Tío Sam nos inocule de nuestra perversión social (compartida). El hambre de justicia, no detiene límites y sí es compartida.
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