Por Marcos Reyes Dávila / Director Revista EXÉGESIS
La propensión a culpar a Haití, a los haitianos, a los negros haitianos, por su desgarradorra historia, se acentúa con la presente desgracia. Hay analfabetas malintencionados que declaran que sufren castigo por su asoción con el diablo, aunque Katrina en Nueva Orleáns no lo fuera. Se declara que los blancos o desteñidos arios del norte del mundo son más productivos e industriosos y que la democracia y la prosperidad no se anida igual en todas las latitudes y en todas las razas. Con esas ideas se revalidan desde las tesis hitlerianas hasta la carga del hombre blanco de Kipling, el tutelaje imperialista que colonizó toda Asia, el Pacífico, África y Latinoamérica, el determinismo geográfico y genético del siglo XIX, la esclavitud, y muchas otras cosas.
Existen, claro que existen, los factores subjetivos que explican muchas de estas diferencias actuales. Hay factores culturales seculares y milenarios que ayudan a explicar, pero sin agotar ni mucho menos la explicación, estos procesos. Esos factores culturales se gestaron, enraizaron y arraigaron en las culturas como resultado de las luchas de la gente con su medio particular y con su entorno, sus vecinos, su historia con los vecinos y a veces, con pueblos no muy vecinos. Tienen su razón de ser y son producto del acto de elegir, de optar, a veces, y otras, producto simplemente de la necesidad, aunque la causa que gestó haya desaparecido.
Lo que no debe olvidarse es que no hay diferencias esenciales en los hombres y mujeres que nacen en cualquier parte del mundo. El chino que nace y se educa en Estados Unidos será un norteamericano; el africano que nace y se educa en París será un buen francés; el indio o malasio que nace y se educa en Inglaterra será un buen inglés, siempre que no nazca al margen de las estructuras del poder y los privilegios. Lo mismo ocurrirá con los haitianos.
Se ha difundido en estos días un exclente ensayo de Galeano sobre la maldición blanca que pesa sobre Haití. Fidel, y otros, han publicado expresiones subrayando lo que es en verdad fundamental en este caso. Haití, el primer país latinoamericano en lograr su independencia y declarar la libertad de los esclavos después de derrotar, asombrosamente, al imperio francés, al imperio español y al imperio inglés, cayó en desgracia por venganza –racista, fundamentalmente– de los grandes poderes económicos del siglo XIX.
En su caso aplica, ya en fechas más recientes, la intervención criminal –demoníaca si se quiere– de los Estados Unidos. Por décadas ocuparon Haití, como lo hicieron de manera similar en Dominicana, Cuba, Puerto Rico y en Nicaragua –por no hablar del destino similar de Filipinas. En todos lados dejaron al retirarse dictadores de la peor calaña sostenidos por el Departamento de Estado y de Defensa: Trujillo, Batista, los Somoza, Duvalier, y en el caso nuestro, el gobierno directo hasta Muñoz Marín, discípulo amado como antagonista y carcelero que fue de Albizu Campos.
La historia de Guatemala, Venezuela, Paraguay, y tantos otros países de nuestra América no es muy diferente. La razón de la inestabilidad y las vicisitudes centroamericanas o bolivianas no está en esos países, sino es como resultado de la herencia del coloniaje de la que hablaba ya Hostos en la década de 1870, y de las estructuras y las estructuras, internas y externas, que aseguran los regímenes de explotación a través de los intermediarios locales. Cuando esas estructuras de seguridad imperial fallan, son burladas o superadas por los pueblos, caen del cielo golpes de estado como el de Honduras, golpes que por haber sido tantos y tantos, no pueden siquiera enumerarse.
Los golpes revelan dos cosas. Por un lado, la persistente y nunca marginada voluntad de imponer los regímenes de explotación de Estados Unidos y otros poderes occidentales; y por el otro, la persistente voluntad de los pueblos de buscar su redención, libertad y autogestión. Los pueblos a veces optan electoralmente por la revolución o por regímenes afines; otras veces, caen en la trampa de las campañas multimillonarias de los millonarios de derecha que prometen un cambio. ¿Cómo puede prometer cambio un político conservador? Los cubanos saben que la guerra nunca termina, y han perdurado en su revolución. La libertad no es un estado –ni político ni beatífico–, ni el artículo de una constitución política, sino una lucha, el ejercicio constante de una voluntad común adversada. Hostos también lo supo.
UPR-Humacao, Puerto Rico
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