Saturday, June 19, 2010

El problema del mal en psicoanálisis


Por Jesús María Dapena Botero (Desde España. ARGENPRESS CULTURAL)

En el libro compilado por Martín Böhmer, Rodolfo Moguillansky y Rogelio Rimoldi, «¿Por qué el mal?», este último autor trabaja un capítulo que titula: El mal ¿en el diván? ¿Qué puede decir un psicoanalista respecto a las múltiples causas del mal?, el doctor Rogelio Rimoldi nos enfrenta con eso que André Malraux llamó esa región crucial del alma, adonde el mal absoluto se opone a la fraternidad.

Nos enfrenta con un problema complicado, el cual requiere de un abordaje interdisciplinario, dado que su complejidad no admite reduccionismos, y dentro de esas disciplinas, de una manera ineludible hay que convocar al psicoanálisis, en tanto y en cuanto, éste aporta una perspectiva, con toda una serie de hipótesis, que tampoco puede proponer una mirada totalizadora sobre ese escabroso e incómodo asunto.

Se trata de una materia indudable que está determinada por toda una serie de fenómenos sociales, históricos, personales, contra cuyo fondo se destacan figuras como las de los asesinatos, los homicidios, las violaciones de toda índole, los genocidios… en fin, toda una gama de actos siniestros e ignominiosos, como para ser destacados en una historia universal de la infamia, cometidos por esos hombres, a los que comúnmente llamamos como malos, a quienes Michel Foucault denominó hombres infames, esos hombres, cuyas vidas, a la manera de Pierre Rivière, asesino de su madre, su hermana y su hermano, tanto le fascinaban.

Bien sabemos que el pretender que haya un único objeto de conocimiento no es más que una ilusión, buscadora de una unificación del conocimiento, desde enfoques, ángulos y disciplinas complementarias para tratar de imponernos un pensamiento único a los últimos hombres, antes de que se dé un supuesto y anhelado fin de la historia.

Más bien, habría que tener en consideración que cada campo disciplinario tiene una autonomía epistemológica con respecto a los restantes, de tal forma que así construye su propio objeto del conocimiento, de tal modo que, términos, compartidos entre las distintas disciplinas, adquieren significados diferentes en los diversos contextos que les son propios.

Así, no es lo mismo el mal para el derecho, para el juez a la hora de dictar la sentencia, al determinar responsabilidades, culpas y eventuales condenas, que para el psicoanálisis, que no se propone establecer juicios de valor sino captar el orden de las motivaciones inconscientes del obrar desordenado con respecto a la norma y los grandes tabúes de la cultura humana.

Ya de hecho, como lo cita Rafael Paz, en su texto de psicopatología, W. R. Bion nos decía que los psicoanalistas nos ocupamos de la misma gente que la policía pero… desde un vértice diferente.

Sin embargo, la heterogeneidad de las disciplinas no nos exime del diálogo ni del trabajo conjunto y lo que hace es ubicarnos ante una problemática similar, que hemos de captar desde distintos puntos de vista. El desafío de la interdisciplinariedad consiste en lograr el debido respeto y tolerancia de las diferencias, de la alteridad de nuestros saberes, certezas y legalidades, en la relación con un otro.

Pretender, desde una perspectiva empírico-positivista que las ciencias sociales abandonen su metodología, en busca de una común a todas las ciencias, para los sociólogos argentinos Atilio Borón y Eduardo Grüner, en este momento de la historia, resulta tan insostenible como la teoría geocéntrica de Ptolomeo, ya que la producción de evidencias permite toda una multiplicidad de procedimientos, cuya rigurosidad y precisión se construyen desde otras premisas, sin necesidad de recurrir a la pura prueba empírica; aún para Grüner es irrespetuoso el uso peyorativo del término teológico, ya que en la tradición de la historia del pensamiento universal, la teología ha tenido un papel importante, entre otras cosas en el análisis del problema del mal, de tal forma que la teología y la teodicea, deberían ser formas del pensamiento, que habrían de ser convocadas a los equipos interdisciplinarios, donde se trata el asunto de lo bueno y lo malo.

El psicoanálisis, al pretender acercarse al problema del mal, se encuentra con un obstáculo, el de la fenomenología misma del mal, para algunos, más una cuestión de raigambre social que el psicoanálisis, el cual se iniciara con la escucha individual, uno por uno, de los sujetos que acudían al diván de Freud, aunque hemos de tener en cuenta que al lado de este Freud hay otro sociológico, que es quien escribe sobre la moral sexual cultural y la nerviosidad moderna, los tótems y los tabúes, la relación entre el individuo, los líderes y las masas, las religiones y el malestar en la cultura, lo que a permitido a analistas como Isidoro Berenstein y Janine Puget hablar de otros espacios del psiquismo humano, que no se reducen al ámbito de lo intrasubjetivo, sino que analizan los vínculos entre los sujetos y de éstos con la cultura, los espacios intersubjetivos y transubjetivos, que ellos incluyen como categorías de su pensamiento.

El psicoanalista riguroso plantea sus hipótesis a partir de hechos clínicos, de su experiencia al lado de los pacientes y analizantes, con el fin de no trasponer ni confundir niveles fenomenológicos y de significación.

Para él, el mal estaría encarnado en los delincuentes, en los criminales, en los perversos o en los psicópatas graves, que no suelen frecuentar demasiado nuestros consultorios, dada su falta de egodistonía y de cuestionamiento sobre sí mismos, fundamentales para la búsqueda de una terapéutica.

Tendríamos que recurrir al psicoanálisis aplicado y acudir a una figura paradigmática del mal, como lo es el Ricardo III de William Shakespeare, quien resentido por su deformidad, se carga de envidia, la cual hace al invierno de su descontento y lo lleva a actuaciones egosintónicas, con el fin de aplacar esta primitiva emoción, con la pretensión de dañar el bien codiciado en los otros, fuentes de su malestar.

Egodistonía, malestar con sus fenómenos psíquicos, que posiblemente no encontraríamos, si ese rey como nos consultara como analizante posible e hipotético, salvo en el momento en que lo consume el insomnio, antes de la batalla final, cuando sí está atormentado por los fantasmas de sus víctimas, a la manera de Lady Macbeth y emerge lo distónico en él.

Con horror y piedad, como los espectadores de la tragedia griega, enfrente el algunas entrevistas la de un joven colombiano, a quien atendí remitido de una clínica para adictos, donde estaba internado, cuando yo aún vivía en nuestro país: era un muchacho de escasos dieciocho años, quien había sido lanzado a la calle, por una familia cruel, que lo desatendiera tras la muerte de sus padres y ante una rebeldía de desgaste, en la que se había metido con los nuevos parientes, de tal suerte que del campo emigraría a la ciudad para convertirse en un niño de la calle. Al despuntar la adolescencia, fue acogido por una banda de autodefensas, para enrolarlo en su organización paramilitar, donde sería entrenado para el descuartizar a otros seres humanos, que no pensaran como ellos, con una motosierra. Ahora el chico, no cesaba de ver los miembros amputados de sus víctimas que veía volar por el aire, en una horripilante visión en un sujeto que no conocía de nada la obra shakespeariana. En las entrevistas, me mantenía con el corazón en la mano, las que se constituían en una horrorosa experiencia de espanto y miedo, pero en las que no me atrevía a juzgar a aquel joven, casi apenas un crío, al preguntarme que grados de libertad había en ese ejercicio de la crueldad, sin ignorar que el muchacho se había constituido en un transgresor violento de la ley, en un universo donde atropellos de este tipo se hacen parte del escenario nacional.

Además los psicoanalistas tenemos que enfrentarnos, con demasiada frecuencia con la huellas del mal, a través de las víctimas, tanto de la violencia individual, como de la violencia política y social, como bien nos lo han demostrado Janine Puget y René Käes, de ahí que estemos en todo nuestro derecho a ser convocados a un trabajo interdisciplinario sobre el asunto del mal, por radical que éste sea.

Para hablar acerca de este tema, tendríamos que recurrir al uso común del adjetivo malo, el cual se refiere a todo aquello que ocasiona efectos dañinos a otros, en diferentes grados, que podrían ir de faltas leves o veniales, a graves, mortales para los cristianos y de lesa humanidad para los defensores de los Derechos Humanos, según el alcance que tengan.

Bien sabemos que los códigos penales contemplan los grados de la maldad que hay en faltas de esta naturaleza, pero no sólo desde criterios cuantitativos sino cualitativos.

De ahí que no sea igual un asesinato, cometido en el ámbito de lo individual, condenable de todas maneras, a un genocidio y otros crímenes de lesa humanidad, planeados de una forma tecnificada, sistemática y masiva, muchas veces excusados bajo la consigna del monopolio de la violencia por el Estado o de sus aliados los paramilitares, convalidadados por una ética y una política estatales, ya que no es lo mismo matar desde el Poder que otorga una legalidad, que merecería todo un cuestionamiento en la línea de una crítica de la Razón práctica, como aquello que Immanuel Kant instituyó como el mal radical.

Ello nos enfrenta con el relativismo que trata de instaurarse en el campo de la ética, con base en determinantes culturales o históricas, bajo el presupuesto que lo que es malo para algunas comunidades puede ser neutral o incluso bueno para otras, lo cual choca con la búsqueda afanosa y perentoria de imperativos categóricos y valoraciones universales, en un contexto mundial que nos acosa y cuestiona con esos fenómenos violentos, ejecutados por hombres que más parecieran brotar del Estado de Naturaleza hobbesiano, en tanto y en cuanto, continúan siendo lobos para el hombre, amparados por la ratificación del hecho de que la Ley del Monarca ha de ser tan cruel, como sea posible para atemorizar a aquellos que la transgredan, de tal manera que puestos en la picota, sirvan de escarnio al resto de la población, donde ha de quedar inscrito el terror a la transgresión para hacer con ello individuos y masas más dóciles, como ha sucedido en el transcurso de la genealogía de la moral, como bien nos lo mostrara un Nietzsche, que Foucault ampliara, con su mirada, no sólo filosófica sino histórica, en textos tan importantes como el de Vigilar y castigar.

Pero para el estudio del mal, no bastaría quedarnos en un análisis de lo adjetivado sino que habríamos de ir al substantivo mismo, para enfrentar el concepto del mal, término que tiene toda una resonancia teológica, así lo que pretendamos hacer sea una ontología, de un problema que resulta ser de difícil abordaje para los científicos, ya que el asunto requiere de una semántica especial y distinta.


Rogelio Rimoldi considera que para la reflexión psicoanalítica, los seguidores de Freud debemos tener en mente no sólo los casos de genocidio y crímenes de lesa humanidad, del tipo de lo ocurrido en Auschwitz sino todas aquellas conductas que dañan, material o simbólicamente a un semejante.

Para ello, nos remite a Paul Ricœur, quien nos muestra que incluimos en un mismo término, fenómenos muy diversos como los de:

Mal moral, del lado del pecado o de la comisión de faltas contra otro, de parte de un agente dañino contra su semejante, al que hace sufrir sin piedad.

Sufrimiento, padecimiento, enfermedad, del lado de la víctima, cuya causa principal suele ser la violencia ejercida por el otro.

Son fenómenos que se oponen al ideal de solidaridad.

Nos inquieta también el tema de la motivación de estas conductas, las cuales tienen efectos deletéreos sobre los demás.

Para Umberto Eco, la dimensión ética comienza cuando entran en juego los otros, ya que leyes morales o jurídicas intentan regular siempre las relaciones entre los sujetos, incluyendo las relaciones con el Amo o con el Poder establecido.

Los males radicales serían aquellos que exceden los marcos permitidos, que se ubican más allá de lo previsible, de lo comprensible, de lo respresentable, de lo nombrable, de lo pensable, a la manera de lo que se hizo en los campos de concentración nazis, cuya existencia rompió para siempre la tradición, de tal forma que la cultura, después de Auschwitz, ya no ha de ser jamás la misma.

Para hacer un aporte psicoanalítico, al problema de intentar explicar o comprender el mal habría que preguntarse por el origen y el desarrollo de las categorías de bueno y malo en el interior del sujeto humano.

El mal tiene un estatus teórico para que el psicoanalista piense y trabaje y así poder acceder a sus múltiples determinaciones tanto en el sujeto individual como en el colectivo social.

Para Freud, en el principio estaría el principio del placer y del dolor, de tal forma que, para el bebé, malo sería todo aquello que atente contra la satisfacción pulsional, contra el yo del placer absoluto, ya que malo sería todo lo frustrante, todo lo algógeno, todo lo generador de dolor, por lo cual se lo considera ajeno al yo del sujeto y suele proyectarse en el mundo exterior, ya que ese yo del placer absoluto se representa a sí mismo como sede de toda la bondad, mientras lo malo estaría en lo ajeno, en los otros, como, tan bien, lo plantearan los personajes sartreanos de A puerta cerrada.

Un aspecto de la teoría freudiana que Melanie Klein retomaría para postular su tesis de la posición esquizoparanoide y los modos narcisistas de relación de objeto, que dan lugar a fenómenos psicopatológicos, en los que prevalece el mecanismo de la proyección, como el pensamiento autorreferencial o las ideas de perjuicio, ocasionados por la intervención de objetos malos colocados en la realidad exterior.

Aunque no es en esa época primigenia del bebé cuando se constituye una ética propiamente dicha, la cual viene consolidarse mucho después.

Para Sigmund Freud, esas categorías vendrían a establecerse de una manera definitiva tras el enterramiento o la represión del complejo de Edipo, con el establecimiento del ideal del yo y del superyó más maduro, que dan cuenta no sólo la internalización de la normas principales de la prohibición del incesto y de la muerte del semejante, sino de todos aquellos valores que se dan en el medio cultural, en el que el sujeto crece y se desarrolla, las cuales hacen parte de los bienes deseables y los males indeseables para el conjunto social.

La represión primaria introduciría la escisión fundamental del sujeto, con la transmutación de afectos, la cual hace que lo que sea bueno para el sistema inconsciente, la sede pulsional, pase a ser malo para el preconsciente, donde están inscritos los valores culturales, de tal forma que lo malo vendría a hacer emergencia allí donde fallan los mecanismos psíquicos destinados a su dominio y su control, como efecto de una contención agrietada o la constitución imperfecta del superyó, las cuales posibilitarían las actuaciones transgresoras, sean estas sexuales y/o agresivas.

La postulación de la pulsión de muerte y de la segunda tópica, la referida al ello, el yo y el superyó permitirían a Freud pensar el malestar en la cultura, dado el sacrificio pulsional, ese que impone la convivencia con otros seres humanos, a los que consideramos como nuestros semejantes, como los otros del vínculo social, que demandan la consolidación de una dupla conformada por mecanismos de represión y sublimación, los cuales impedirían la realización del incesto, del parricidio y el fratricidio, en concordancia con ese supuesto pacto que hicieran los hombres de la horda primitiva, tras el asesinato del padre primordial, tan ligado con el sentimiento de culpa.

Podríamos pensar, en términos kleinianos, al infans o al sujeto fijado en una psicopatología de la posición esquizoparanoide como participes de una mirada maniquea y/o paranoica del mundo, anterior a la posición depresiva, en la que los sujetos no son tan ideales, ni absolutamente buenos, ni absolutamente malos, ni tan perseguidores ni tan satánicos, aunque bien sabemos que el concepto de posición en Melanie Klein, no se considera una etapa, sino un estado al que se es posible volver siempre, en momentos de crisis individual o social, que es cuando pueden aparecer ya sea singulares patologías o ideologías fanáticas y sectarias, de cualquier tipo, en el ámbito social, que llevan a actuaciones severas como las cazas de brujas y a la constitución de chivos expiatorios dentro de un grupo.

El pasaje a la posición depresiva, bien nos lo aclara Roger Money-Kirley, vendría a ser el productor de la constitución de ética sana, en la que se tiene en cuenta la preocupación por el objeto, la responsabilización por la propia agresión y los eventuales daños que se hagan con ella, al tener en mente la importancia del semejante para la propia supervivencia.

Y es ahí cuando la envidia y el odio pasan a ser considerados como emociones malas, mientras el amor y la gratitud vendrían a hacer parte de los buenos sentimientos, cuando se comprende que el destino del Yo está intrincado con el de los objetos y que el dañarlos, finalmente, viene a ser una forma de dañarse a uno mismo, de tal forma que la lesión del objeto trae como consecuencia la emergencia del sentimiento de culpa, que hace al sujeto punible, sancionable y condenable a alguna forma de expiación o alguna forma de reparación.

De San Agustín a Rousseau se dan tesis contrapuestas en torno al origen del mal en el género humano; para el obispo de Hipona, desde una línea bíblica, el sujeto viene al mundo marcado por el pecado original; en cambio, para el ginebrino, éste nace bueno y la sociedad lo corrompe, lo cual nos pondría en un dilema severo, mayor aún frente a ese otro que nos plantea la obra freudiana de acuerdo a sus dos ubicaciones de la enfermedad, como una forma de mal, que en un principio, cuando aún Freud creía a su neurótica, pensaba que estos malestares provenían del medio externo, a través de situaciones traumáticas, propiciadas por los otros hasta cuando el padre del psicoanálisis, quien no se había planteado el problemas de la realität, se replanteara el asunto para pasar de la teoría del trauma a la del fantasma.

Rimoldi opta por concebir la fenomenología del mal como producto de una forma destructiva de narcisismo en la relación con el otro, ya sea el otro de la realidad material y efectiva, u el otro que habita en el mundo interno, como objeto internalizado, en un ataque que puede conducir a la desobjetivación de ese otro, el cual deja de ser considerado como persona, para ser reificado, cosificado y privado del derecho de gozar de su capacidad de disponer de su vida, de su cuerpo, de su sexualidad o de sus bienes, dada la voluntad narcisista de aniquilación del semejante, que es lo que hace a la violencia humana.

Melanie Klein intentará comprender esa maldad originada en el narcisismo desde esa originaria emoción que es la envidia primaria; Lacan con su concepto de goce o de un superyó cocido con ingredientes, provenientes, de Kant y Sade ; André Green lo hará desde su concepción de lo negativo.

Sin embargo el mal radical no pareciera ser un concepto muy pertinente para la metapsicología freudiana, así pudiera Freud pudiera haber tenido una aproximación a él, al postular el concepto de pulsión de muerte, la cual, bien sabemos, que se intrinca con la pulsión de vida para constituir la agresividad, en una fusión pulsional dispuesta a instrumentar al sujeto en su lucha por la existencia, ya que el mal más puro estaría determinado por la desintrincación pulsional.

Aunque la noción de mal no debería tener un lugar en la técnica psicoanalítica, donde la regla de abstinencia exige neutralidad ética al analista, quien debe limitarse a guiar el proceso, a conducir la cura en el campo dialéctico de la transferencia y la contratransferencia, las cuales deben manejarse aún en aquellos analizantes con una gran tendencia a la actuación y la transgresión, quienes presionan al analista a constituirse en jueces reprobadores u aprobantes de su conducta.

Lo único relativamente malo en los procesos psicoanalíticos es aquello del orden de la resistencia, esa que se opone a la toma de conciencia, sea de parte del analizante o del analista, de tal suerte, que lo único que originaría un cuestionamiento ético sería la violación de la regla de abstinencia, en tanto que se constituiría en uno de los mayores fenómenos resistenciales para conocer la verdad del inconsciente.

De la agresión y del odio, como expresiones defensivas o como reacciones ante la frustración, en tanto respuestas psíquicas ligadas con las pulsiones de autoconservación, podríamos decir con Konrad Lorenz, que son pretendidos males pero con la introducción, en el pensamiento freudiano, del concepto de pulsión de muerte, se piensa que hay en el psiquismo, una fuerza primaria destructiva, una detrudo, que lleva a una especie de entropía mental, que amenaza la integridad del sujeto y sus vínculos con los objetos; por ello, se habla de una fuerza que opera más allá del principio del placer, que se manifiesta de una manera ominosa, a través de la compulsión repetitiva, la cual toma, bajo Melanie Klein y sus discípulos , la forma de envidia, que aparece y reaparece en la clínica de la repetición, la alucinación y las reacciones terapéuticas negativas.

Klein parte del amor y el odio como expresiones de las pulsiones de vida y muerte, con toda una gama de emociones dentro de las que tiene un lugar privilegiado la envidia, concepto que introdujo formalmente en 1957, la cual define como un sentimiento profundamente hostil hacia el objeto, en función de su bondad; de esa manera podríamos definirla con el Catecismo Astete como pesar por el bien ajeno.

Para Klein, la envidia sería innata y congénita, como el agustiniano pecado original y ocasiona trastornos en el desarrollo del sujeto, de tal manera que esta psicoanalista se alejaría del Rousseau, que dice que el hombre nace bueno y la sociedad lo corrompe; la cual tendría que ser menguada por el amor y la gratitud.

Bien sabemos que, para el catolicismo, el antídoto de la envidia es la caridad, recordemos que San Pablo decía a los corintios: La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta. (1 Co 13, 4-8).

Los mormones resaltan que es el amor puro de Cristo y permanece para siempre.

De ahí que quien no esté en condiciones de apaciguar dicha envidia innata con el amor tendrá una tendencia a la ejecución del mal, a la manera del Ricardo III que expone los motivos de su desgracia:

Ahora el invierno de nuestro descontento se vuelve verano con este sol de York y todas las nubes que se encapotaban sobre nuestra casa están sepultadas en el hondo seno del océano. Ahora nuestras frentes están ceñidas por guirnaldas victoriosas; nuestras melladas armas, colgadas en trofeos; nuestras amenazadoras llamadas a las armas se han cambiado en alegres reuniones, nuestras temibles músicas de marcha, en danzas deliciosas. La guerra de hosco ceño ha alisado su arrugada frente y ahora, en vez de cabalgar corceles armados para amedrentar las almas de los miedosos adversarios, hace ágiles cabriolas en el cuarto de una dama a la lasciva invitación de un laúd. Pero yo, que no estoy formado de bromas juguetonas, ni hecho para cortejar a un amoroso espejo; yo, que estoy toscamente acuñado y carezco de la majestad del amor para pavonearme ante una lasciva ninfa que se contonea; yo, que estoy privado de la hermosa proporción, despojado con trampas de la buena presencia por la Naturaleza alevosa; deforme, inacabado, enviado antes de tiempo a este mundo que alienta; escasamente hecho a medias, y aun eso, tan tullido y desfigurado que los perros me ladran cuando me paro ante ellos; yo, entonces, en este tiempo de paz, débil y aflautado, no tengo placer con que matar el tiempo, si no es observar mi sombra al sol y entonar variaciones sobre mi propia deformidad. Y por tanto, puesto que no puedo mostrarme amante, para entretenerme en estos días bien hablados, estoy decidido a mostrarme un canalla, y a odiar los ociosos placeres de estos días.

W.R. Bion sobre esta base teórica postula que las grandes pasiones del ser humano son el amor, el odio y el conocimiento, love, hate y knowledge, de tal suerte que lo que hace la envidia es atacar los vínculos, vaciar de contenidos emocionales las relaciones del sujeto con sus objetos internos y externos, atacar la realidad y la verdad.

Donald Meltzer plantea el mal desde otra perspectiva al trabajar el tema de las perversiones y la perversidad cuando nos habla del outsider, ese forastero portador de la maldad, de la emulación envidiosa de los padres en coito en su mundo interno, desde el ángulo en que se ubica su ojo de mirón, cargado de odio frente al amor, como lo estaría el de Ricardo III, carente de la majestad del amor para pavonearse ante esa lasciva ninfa que muestra sus contornos, su madre misma y así devenir en un Luzbel convertido en Lucifer, como el ángel caído de John Milton, que clama Mal, se tú mi Bien, en este pasaje de El paraíso perdido:

Así excluida pues,
toda esperanza, en vez de meditar
en nosotros, proscritos y exiliados,
contemplemos al hombre recién creado,
en el que se deleita y para quien
ha formado este Mundo. ¡Adiós entonces,
esperanza, y con ella, adiós temor,
y adiós remordimiento! Todo bien
Para mí se ha perdido; mal, sé tú
mi bien; al menos por ti compartiré
el dividido imperio con el Rey
de los Cielos, y en más de la mitad
quizás reinar consiga; como pronto
sabrán el hombre y este mundo nuevo.
Mientras hablaba así, cada arrebato
de pasión ofuscaba su semblante,
triplemente alterado por la ira,
la envidia y por la desesperación,
que su fingida faz desfiguraba,
delatándole como un impostor,
en caso de que alguien le observara.
Pues los espíritus celestes siempre
Se hallan libres de tales destemplanzas...

Los recursos del envidioso serán entonces la seducción, comprometedora en pactos corruptos, con la promesa de una especie de protección mafiosa, contra el sufrimiento y el dolor mental, un poco a la manera de la que hacen el astuto zorro, el gato y el avieso Stromboli a Pinocho, en lo que sería un claro ataque al alma infantil, a la humanidad de los niños, al ofrecerles un mundo de placer absoluto, que termina por convertirlos en burros.

Es claro, el odio de Stromboli a los niños, a esos bebés que quisiera atacar y matar en el interior del cuerpo de su madre, como aquel niño ciego, cargado de envidia hacia los videntes, que me decía en sesión:

Quiero acabar hasta con el nido de la perra.

Así estos personajes instalan un sistema de tiranía y sumisión.

Y en el caso de Pinocho, sin que el buenazo de Pepito Grillo pudiera hacer nada para proteger al pequeño títere seducido por la fama y el placer de no tener que ir a la escuela, camino de su humanización.

Lo que el perverso procura es constituirse en un Amo absoluto que tiende a anular la subjetividad del otro y disponer de él para su explotación, la violación de su cuerpo y de sus derechos o la destrucción absoluta, desde una canallesca posición, que opera tanto en el plano intersubjetivo como en el transubjetivo, en los sistemas totalitarios, generadores de terrorismos de Estado.

Los aviesos del zorro, el gato y Stromboli destruyen a ese primordio de superyó maduro y realista que es Pepe Grillo, para constituirse en amos sádicos dispuestos a explotar las bondades del muñeco de madera, para conducirlo a una tierra de Jauja, más allá del principio del placer, un verdadero infierno en medio del jardín de las delicias, donde más que humanizarse, habría de convertirse en un auténtico burro, en un proceso de reificación.

Otro psicoanalista, André Green retomaría el vínculo entre el narcisismo y la pulsión de muerte, en lo que él llamaría la clínica de la negatividad, el cual opera a través de la desinvestidura libidinal de los objetos, gracias a la intervención de un narcisismo de muerte, dada la función desobjetivadora de Tánatos, que destruye las características de semejante al otro, lo que lo lleva a plantearse dos formas de relación del sujeto con el mal.

Entonces se refiere al mal moral como producto de la forclusión y la desmentida, las cuales ubican todo el mal en el otro, el cual ha de eliminarse como chivo expiatorio, al ubicarlo como responsable de la maldad, de tal suerte que si se elimina, el efecto sería como acabar con el mal mismo.

Pero habría uno sin explicación, sin un por qué esclarecedor, en un universo que carece de sentido, que no posee orden alguno, que no busca fines, sino solamente el ejercicio de una voluntad de poder, para que el otro devenga sólo en objeto de sus apetencias, más que de sus deseos, puesto que el deseo sería ya algo, de suyo, mucho más civilizado y humano, menos bestial, al no aludir precisamente a esta fuerza bruta que trata de imponerse al otro.

Es por ello que Primo Levi escribiera: Auschwitz no debe ser comprendido; comprenderlo sería justificarlo, en tanto y en cuanto, ello sería relativizarlo y banalizarlo, con argumentos históricos, sociológicos, políticos o psicológicos. Sin embargo, Rimoldi retoma al Eduardo Grüner que señala que tendríamos que ver que parte de nuestro propio pensamiento, de nuestra Razón moderna hace tan posible la muerte de Dios como la existencia de Auschwitz.

Para hacerlo habría que pensar que el problema del mal está ligado al concepto de libertad, aunque esté fuertemente determinado por los mundos interno y cultural, al que el psicoanálisis podría brindar una terapéutica si se conocen las motivaciones inconscientes que restringen nuestros grados de libertad y responsabilidad.

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