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Por Santiago Kovadloff
Gente inerme, desbordada por el miedo y la indignación, llora hoy a otra niña muerta. Candela denuncia con su sacrificio atroz la impotencia de un Estado. ¿Qué porvenir puede tener nuestra democracia si no sabe pelear
contra su decadencia?
La inseguridad prospera. Prosperan el delito y la criminalidad. No se trata de presumir que se puede eliminar esos males de raíz. Nadie podría hacerlo. Lo que se necesita, lo que se reclama, es que se los combata con eficacia. Que no se les permita prosperar.
¿Es cierto, como quisiéramos todos con el arzobispo de Buenos Aires, que
«los seres humanos no se compran ni se venden»? ¿Qué son, entonces, los que sí se compran y sí se venden? Nadie lo ignora. Y no nos resignamos a lo que sabemos. Falta ejemplaridad. Sobra impunidad.
La fiesta del poder, no obstante, prosigue. Prosigue el conventillo de la
jactancia, la miseria del egoísmo y la demagogia. Mientras tanto, se
multiplican los niños y los jóvenes que desaparecen y reaparecen muertos.
Ya no es terrorismo de Estado. Es terrorismo sin Estado. Algunos nombres: María Cash, Marita Verón, Sofía Herrera, Matías Berardi, Rodolfo González. Y están los incontables que preceden a éstos. ¿Y cuántos serán los incontables que seguirán a éstos? ¿Y hasta cuándo?
«Pedimos juicio y castigo a los culpables políticos y materiales». La exigencia es de Griselda Almada, vecina del barrio de Hurlingham. ¿Quién no recuerda esta expresión? Juicio y castigo a los culpables. Viene de los años más oscuros, de las rondas de las Madres de Plaza de Mayo. No ha perdido vigencia, aunque hoy sean otras las víctimas y otros sus familiares.
No faltarán los que se entretengan con los detalles truculentos del crimen. Otros, los más dignos, promoverán con énfasis y angustia la exigencia de encontrar a los asesinos materiales de Candela.
Pero el cuestionamiento de fondo debe recaer sobre la dirigencia política. No es posible que la impunidad de esa dirigencia se prolongue. O más crudamente: es posible. Y lo terrible es eso: que la autocrítica y la conciencia de la propia responsabilidad no se muestren en quienes se dicen representantes del pueblo, custodios del pueblo, policía del pueblo, garantes de sus derechos.
Candela son todos los niños desaparecidos y todos los muertos de este tiempo nuevo y oscuro al que no nos resignamos a dejar de llamar democracia.
La ausencia de la ley es nuestra ausencia. La ausencia de castigo para los que secuestran y matan es lo que tiene de espectral el sistema en que
vivimos. ¿Qué juran representar los que juran en los cargos más altos del
poder? ¿Dónde están los que no saben combatir la omnipotencia criminal?
La gente ha descubierto que no está representada. Que está sola. Que ha sido abandonada a su suerte. Que sus hijos, que desaparecen vivos y aparecen muertos, no son nunca suficientes para la irresponsabilidad de quienes deberían impedirlo.
Carola Labrador miró el cadáver de su hija y se volvió luego hacia el
gobernador Daniel Scioli: «Va a ser la última hija a la que matan» -le dijo. ¿Qué habrá entendido el gobernador?
Este espontáneo y extraordinario tránsito del íntimo dolor a la conciencia plural, ciudadana, pertenece a la más alta estirpe de las madres argentinas. Carola Labrador habló en nombre de todas. Supo decir nosotras, supo decir nosotros. ¿Qué habrá entendido el gobernador? ¿Habrá palpado en esa frase el aliento sobrecogedor del nunca más?
El poder calla. El poder exclama 'Dios mío' ante el horror, como uno más de nosotros. El poder es una ausencia y esa ausencia hiere a la Argentina. Cuando la demanda social alcanza este nivel de desesperación pública ante la mafia y el crimen, al Estado sólo le cabe hacer una de estas dos cosas: o negar la magnitud de lo que sucede una vez más o transformarse, comprometerse, hacer con firmeza y bien lo que hasta ahora no hizo o hizo mal.
El nombre de Candela encierra una dolorosa expectativa. Quien lo pronuncie, pronuncia la tensión agobiante de una espera; una plegaria unida a una espera febril. Da voz a la necesidad irrenunciable de que el Estado se haga presente. Un Estado cuya impotencia actual es la de la democracia; la del poder para comprometerse en serio con la gente, con el pueblo. Ese pueblo cuyos votos se buscan con promesas y regalías. Ese pueblo al que se le dice «Gracias por creer».
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