De la historia del Pueblo del Pepino entre 1820 al 1830
Por CARLOS LOPEZ DZUR
El no estaba necesariamente contento con los desfalcos de tierra que en El Pepino de 1820 venían ocurriendo y dio su queja ante el Secretario del Ayuntamiento, Juan Coll y Grau. El desfalco ya había confundido los ejidos señalados para la extensión del poblado. Estuvo hablando de hacer justicia y el respeto a lo correspondiente por ley. De corregir una larga apatía ante el fenómeno o delito del robo de tierras.
Era agosto de 1823 y había muerto Bartolomé de Medina, quien dos años antes fue el primer presidente de la Junta de Sanidad. El padre de éste, don José de Medina, roba hasta a su propio hijo... Mas hay mucho más por lo que Gabriel del Río está enojado: los vecinos quieren fabricar y hermosear el poblado y lo que verifican, cuando se interesan en solares, es que sus dueños son falsos. Venden más caro que lo que realmente es posible que se pague por las tierras y propiedades en justicia, que no es lo que realmente valen. El Ayuntamiento no facilita el fomento de nuevas obras, públicas ni privadas, porque lo primero que se ignora son los procedimientos de aclaratorias de sus puntos ejidales.
Como miembro del Cabildo, Del Río ha comenzado por exigir una redemarcación definitiva, nueva prefijación de límites ejidales y mojonaduras, porque ya se ha realizado bastante burlas de los vecinos más antiguos de Pepino. Y si bien se ha reunido, en par de ocasiones la Junta gubernativa local, el Cabildo se queja como cuerpo de que no hay Cartas-Pueblas ni documentos que digan noticias sobre el número de terrenos de pueblos y pobladores. Las tierras baldías se reparten, «si formalidad y al capricho» y pocos propietarios conservan los documentos de sus propiedades. Y don Gabriel del Río entonces sí que alza la voz: «Pero este es el Casco Urbano; el centro del que ha nacido todo, por el que se ha pedido una Iglesia y un Cabildo. Si se ha robado ya al Centro, mucho más será lo que se robará en las periferia».
El Cabildo se queja de que los caminos hacia otro lugar que no sea La Moca y Aguada, suelen ser, en tiempo de lluvia, intransitables. Es difícil no sólo entregar el servicio de correos, sino que ir a cobrar los subsidios al Fisco.
Y se enoja aún más Gabriel del Río. Para él, una parte del problema es que cada vez que se aporta un informe a petición del Gobernador, ninguno se expresa en verdad sobre la corrupción que existe. Y lo que abunda localmente es el monopolio y la usura. Todo está mal. No hay escuelas. No hay funcionarios que disponsan cómo y a quiénes se cobrará las contribuciones, ya que el mismo sistema tributario ni tiene método ni buenas bases. No hay médicos y, en adición, en el Pepino se ha esparcido un brote de calenturas y vómitos y sucederá lo mismo que sucede cuando las contribuciones se cobran y resultan exiguas porque no se accede por caminos a todos los que las deben y hay quien vive explotando al pequeño labrador, comprándole sus frutos en flor hasta en un 50% menos de su valor de cosecha».
Y, para sorpresa de los miembros del Ayuntamiento, utilizó la palabra «tiranía» en una carta que enviara al Gobernador y Brigadier Gonzalo Arostegi Herrera, Caballero de la Orden de Calatrava.
Cuando se hizo un deslinde de terrenos para aclarar puntos dividentes entre Pepino y Añasco, en marzo de 1820, fue cuando Gabriel del Río se dio cuenta de la ausencia de expedientes con que se regía la vida puertorriqueña y, por consiguiente, la de ésta, su villa. Tenía cierta fe de que, con la nueva Constitución Liberal de 1812 y de la que su burló el Rey Fernando VII, se organizara mejor la administración colonial. En Pepino, se habían instalado como Alcaldes, José González, quien también lo fue en 1812, Juan de la Vega y Juan Luciano de Fuentes, a quien tuvo confianza. De otros regidores y síndicos no decía lo mismo. Ni del Cura Rector, sacerdote Lino Delgado, porque, en conjunto eran unos tapachines.
Para que se resolviese y constaran íntegramente las acusaciones que hacía Gabriel del Río y firmaran, como testigos adicionales, sus solicitudes ante el Gobernador y el Jefe Político Superior en la Sala Consistorial de Pepino, Gabriel traía toda su parentela que provenía de la cepa de fundadores del Pueblo [a saber, Domingo del Río, Faustino y Lucía del Río, gente del decenio de 1750s] y, por eso, en las Actas de 1823 que firmaba José de la Xara, para el Alcade la Vega, como vecinos citados, no faltaban los nombres de Antonio y Manuel del Río, Juan Antonio del Río y, por supuesto, Gabriel mismo.
Y llegó el año 1827, pese a los desvelos que, desde hacía cuatro años, Gabriel señalara para que, por salud del pueblo, los puntos ejidales internos y los que delimitan a Pepino con Añasco, Mayagüez y San Germán (1825) estuviesen claros, ahora bajo una administración de Alcaldía Real Ordinaria, hubo que medir, por los cuatro puntos cardinales, los Límites del Pueblo otra vez. El hecho fue que «no se encontraron los puntos» y que «desde las orillas de su plaza, en manos de unos cuantas personas que se titulan propietarios de los terrenos que existen contiguos a aquella», se arracan las estacas que señalan al ejido y violan la ley sospechosa e impunemente. Un Acta del Ayuntamiento, escrita por Agustín Alvarez, relató los detalles sobre la medición realizada por una Junta de Visita, ordenada por el Gobernador, realizada el 16 de agosto de 1827.
En cierto modo, de lo que Gabriel del Río quiso ser portavoz, con sus alarmas, fue el sistema que se con la reinstauración de los Tenientes a Guerra y las Alcaldías Ordinarias y a quienes servían. Un nuevo sistema de Tenencia de Tierras está a las puertas. Con el Gobernador Miguel de la Torre y su representante en Pepino, el Teniente a Guerra Miguel López el latifundio será institucionalizado. Hubo alguna cosas con que Gabriel del Río avizoraba, antes de su muerte, lo que vendría. En el Pueblo, ya no se construían bohíos, sino casas. La cantidad de gente blanca que vivía como agregados, arrimado, eran tan alta como la de esclavos y había tantos pardos y morenos como agregados blancos. Con la inmigración venezolana, llegaron muchos esclavos con edad productiva. Y, para 1828, su número se censó en 615 personas negras en servidumbre forzada. Los emigrantes, venidos de España, sumaron 112 peninsulares y otros 16 de origen extranjero.
EL Gobernador de la Torre no era como Arostegui, a quien Del Río podría comunicarse utilizando términos ta fuertes como la tiranía del hombre próspero contra el labriego humilde. A lo que De la Torre contribuiría, ya se lo había advertido, el temor «que los infelices no progresen y que la agricultutra [...] pase a pocas manos y que se conserven incultas multitud de tierras», razón de la «vagancia y el aburrimiento» [Méndez Liciaga, 31].
Desde antes de 1828, ---Echeandía, Juan Francisco de Soto, Manuel Fermín Pérez y otros, «hijos de la vieja cepa fundadora de Pepino», miran las rutas del Sitio de Lariz y para 1832, don Juan Francisco de Sotomayor, fue nombrado es nombado Teniente a Guerra y apoderado de la nueva población de Lares por el Gobernador De la Torre. Cuando surgen desavenencias sobre supeditación y autoridad entre Tenientes de Guerra de Lares y Pepino [como en el caso del lareño Pedro Jiménez y Miguel López] el Gobernador De la Torre defiende la separación de Lares en 1835. No hay que olvidar que este Gobernador tiene una estrecha relación con Miguel López y que inclusive visitó al Pepino (de los pocos Gobernadores que otorgaban ese honor a un pueblito considerado miserable); pero él quiso verlo porque aquí, a petición de España, se le concedió un gran fundo de tierras baldías al Duque de Mahon Crillon, tarea que comenzó en 1829.
Esta visita oficial del Gobernador al Pueblo el 2 de octubre 1831 fue la última oportunidad y ocasión de Gabriel del Río de hablar sobre las injusticias que observaba en el pueblo. Fue cuando vio cuán solo estaba en la tarea. En vez de hablarse de tierras y de la tendencia al latifundio y el ausentismo que él, como Gobernador, estaba patrocinando, se le pidió la reconstrucción de la Iglesia Católica. Tampoco debe olvidarse que antes que esta visita cuajara el desvelo de Miguel López y el Ayuntamiento, en 1829, fue la construcción de otra Casa del Rey, esta vez destinada a ser el alojamiento de la Compañía de Milicias y su Sala de Armas, en la planta baja. Con su visita, ya que había autorizado ésto en 1829, quiso asegurarse que se hubiese construído. Su costo fue $3,403.00 pesos en aquella época.
CONTINUARA
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