Por Víctor López Rache / Escritor
Un sistema, tan invisible como eficaz, acomoda a sus caprichos la medida de las proporciones, desubica el punto de equilibrio, convierte el lugar en un sinlugar y usa la palabra como tumba de la imaginación y la verdad. Ello le ha permitido a la fascinación perversa apropiarse del sentido común. Y no se puede hablar, siquiera, de delirio común. Y decir estupidez común, suena poco hipócrita y nos auto-ofendemos. Entonces, seamos decentes y hablemos del insuperable engaño.
La educación es una de sus animadoras. Hay guionistas e impostores de escritores y poetas e, incluso, filósofos dedicados ha perfeccionar el engaño. No es raro encontrar eruditos en frivolidades y expertos en mentir de una arrogancia superior a las santidades de la sicología de masas y la publicidad. Este sistema enaltece el saber institucional, y duda de alguien que sea capaz de estar por encima de los autores impuestos por el legitimador de engaños. Por ello, todavía, se cuestiona que Shakespeare sea el autor de la obra de Shakespeare; pues no han podido corregir la historia para afirmar que estudió en universidad, era de buenas maneras y un verdadero gentil en el arte de vestir.
La ruleta de consumidores de engaños expande su circunferencia a medida que la voracidad de los medios reduce el sentido común a su mínima expresión. El engaño sobrepasará los límites del planeta y nadie se atreverá a buscarle el punto de origen y, si alguna mente de visión aguda lanza una hipótesis, renunciará a hacerse oír porque nadie escucha a voces contrarias a las imposiciones de los ejecutores del sistema de la fascinación.
Lo anterior, no sólo justifica la existencia de la poesía, sino la hace necesaria. No hay nada tan opuesto al engaño como la poesía. Pueden existir paseantes de poetas y, quizá, carentes hasta del viejo sentido común; pero poesía engañosa y engañada, no existe. La poesía, ES y sólo ES. Va más allá de lo visible y, cuando no lo devela, se refugia en el misterio. En cambio, los versistas del engaño describen lo evidente sin advertir que la realidad objetiva y el mundo palpable son producto de seductoras manipulaciones.
Se fingen optimistas de humor, creen en líderes y a expensas del saber oficial son turistas respetables y triunfadores de la vida; pero su máxima favorita es: nada enaltece tanto a un poeta como el fracaso. Difícilmente aceptan que un entusiasta del encierro pueda escribir una obra superior a las que ellos digitan durante los intervalos de sus fatigosos viajes. No pocos encuentran los motivos en la miseria, la estresada clase media les compra sus libros de finas pastas y, si logran adornos reales acompañados de euros, podrían vivir como las elites que abominan, apenas, en sus teclas de ritmos artificiosos.
Los poemarios sin poesía se originan en el engaño, desprecian la sensibilidad sutil y la imaginación mientras subliman las necedades con brillo de legitimidad. Bajo estos principios la poesía de una región, e incluso de una lengua, pasa a ser de los vencedores y no de los poetas. No es extraño, entonces, que sea más conocido Mario Benedetti que César Vallejo.
Alias poesía, o poesía estándar, sería producto del engaño, y sin imaginación sincera no hay poesía. Está desprovista de recursos literarios, abolió la metáfora e incluso se avergüenza del adjetivo y los artículos. Y sus cultivadores y propagandistas gritan la irrefutable teoría: la poesía debe ser como el helecho: no necesita flores para ser bello. Sería verdad si aquello que promocionan, a través de redes nacionales e internacionales, no le hubiesen cercenado hasta las flores tan útiles en la poesía preciosista de tiempos pretéritos.
Salvo las milagrosas excepciones, leer antologías, memorias de festivales, selecciones, es tropezar con textos escritos por el mismo engaño. Y ello pervierte la pluralidad del lenguaje, las visiones diversas y la autonomía espiritual del individuo. El lenguaje de significado no alcanza a descifrar el hombre, ¿qué podrá decir un alfabeto codificado en un microchip? Escasamente sirve a la ciencia de las hadas que impone el avance de la tecnociencia y las distracciones universalistas de internet.
Para no contribuir con esta fascinación perversa, el poeta debía sincerarse y liberar la palabra de los significados inmodificables y reconocer su conciencia y sensibilidad en las experiencias adversas a las reglas ineludibles del engaño. Sólo un lenguaje libre puede expresar los vaivenes de la integridad humana y, sobre todo, tiene facultad de ubicar los secretos del entorno. Un lenguaje sumiso al imperio alucinante de lo efímero, jamás expresará lo profundo de lo invisible. Sencillamente responde al sistema que ha cambiado el sentido común por fantasías enfermizas que, no sólo se interponen en la creación, sino dejan al hombre sin una realidad invulnerada en que afirmar la existencia. Los poetas estándar pueden inclinarse en los palacios donde institucionalizan a los vencedores del arte de la misma manera que endiosan a los mercenarios que regresan de la guerra. La lógica del engaño, a veces, sobrepasa la perdida total del sentido común y repite, en pueblos tranquilos, los espectáculos frecuentes en las capitales del mundo. Presenta como normal rendirle homenajes, en su tierra natal, a autores vivos, ¡simplemente vivos!, mientras, ignora, por ejemplo, a Rafael Gutiérrez Girardot, uno de los intelectuales de Colombia y el primero en haber dado a conocer a Jorge Luis Borges en Europa.
Pero en lugar de reflexionar sobre el insuperable engaño como resultado del rapto del sentido común, sería menos estéril salvar la sensibilidad de las cadenas encantadas de los medios, inventarle nuevos misterios a la palabra prisionera del camuflaje y el microchip y, definitivamente, dudar de la claridad. Un hombre inteligente no acepta condiciones subalternas ni es presa suave del engaño, como un poeta sincero no hace concesiones con el aparente sentido común y, menos, con las manifestaciones del engaño revestidas de una odiosa legitimidad.
Si el individuo se autoengaña es una muestra de respeto a las instituciones de un sistema. Y si es sinceramente hipócrita puede interactuar con sus iguales; pero, sobre todo, es apto para obedecerle a los voraces del poder y, ahora, usurpadores del sentido común. Por eso, en este país, los fanáticos de las posiciones autoritarias consideran al más grande estafador de la historia como mejor gobernante de todos los tiempos.
En sistemas de estas características, la apariencia del poeta es esencial, no sus poemas. A la originalidad se le aborrece. Escribir bien es mal visto, incluso, por los críticos que escriben bien y cuestionan el uso de la palabra como tumba de la imaginación y la verdad.
El poeta, en el sentido de la palabra, debía ser refractario a las instituciones del engaño o, antes de lo previsto, deberá aplazar la búsqueda de lo insondable para dedicar, talento y sensibilidad, a rescatar el sentido común de la población humana que ha sido infectada con el virus de la fascinación perversa de un sistema tan invisible como eficaz.
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En sistemas de estas características, la apariencia del poeta es esencial, no sus poemas. A la originalidad se le aborrece. Escribir bien es mal visto, incluso, por los críticos que escriben bien y cuestionan el uso de la palabra como tumba de la imaginación y la verdad.
El poeta, en el sentido de la palabra, debía ser refractario a las instituciones del engaño o, antes de lo previsto, deberá aplazar la búsqueda de lo insondable para dedicar, talento y sensibilidad, a rescatar el sentido común de la población humana que ha sido infectada con el virus de la fascinación perversa de un sistema tan invisible como eficaz.
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