De la novela Juderías / Indice / de Carlos López Dzur
20. Sara de Riga la Abejita y la Bodega
Al segundo día de vivir en La Habana, Sara tuvo la oportunidad de ver el exterior de lo que sería su casa.
La Bodega había sido un almacén de vinos y, en el sótano, sus cavas estaban vacías. Descubrí la reminiscencia de enormes toneles. Una muchedumbre de ratas campeaba por sus restos, huidizas en la oscuridad. En pasadizos, o túneles, se les contenía su propagación o salida, con venenos y trampas.
Cuando yo describí a mamá, ya en el exilio, cómo recordaba La Bodega, me dijo que también ella ya hurgó esos lugares y sótanos. No había la peste a ratón muerto que me sorprendía en ocasiones. «Vino después, cuando salimos de Cuba por casi tres años», me dijo. «Aún los sótanos y los cubujones de una casa, hay que cuidarlos».
El tercer piso, también deshabitado, vacío, todavía guardaba indicios de mercaderías de sus viejos acopios. «Y antes que nacieras, sí que no había un tercer piso deshabitado. Tuvimos vecinos».
En el primer piso, se habilitó la Clínica Médica de Benavito, que después compartió brevemente con el Dr. Otilio Matías y heredó mi padre. Había arrendamientos de oficinas comerciales y profesionales, como las que tuvo el ingeniero Leopoldo Matías de Neves, la oficina de exportaciones de Novás Calvo, el bufete legal de los Díaz y las oficinas de viajes, boticas y maicerías, de otras gentes que no recuerdo.
El edificio tenía tres ristras de ventanas barrocas del siglo XVII o XVIII, con logias voladizas y vidrieras emplomadas en el segundo piso, añadidas en 1900. En el interior, yo descubrí el ancho alféizar de las ventanas y, por tanto, supe que antes que mi familia alguien tuvo allí su residencia. A principios del siglo XIX, la segunda planta del edificio se utilizó como escuela de música, lo que explica la cantidad de viejos instrumentos de viento y tambores destartalados que hallé en el declarado sótano.
El anterior propietario del edificio reforzó paredes, desde dentro y fuera de la enorme estructura, y ordenó que se hicieran cornisamientos o dinteles en las áreas habitadas como viviendas. En el exterior, a ras de la calle adoquinada, las paredes frontales del palazón, sin balcones frontales en la planta baja ni en la tercera, cada puerta de entrada o pórtico residencial, se flanqueaba con un largo y corrido macizo, sobre el cual se apoyaban los estilóbatos, con columnas cuadradas espaciadas cada veinte pies. Y la estrecha calleja, sombreada por casas menores, tenía un tráfico humano intenso.
Recuerdo muy pocos automóviles. Los transeúntes y, en especial, los pordioseros, a menudo utilizaban los muros macizos para sentarse y facilitar su tarea de mendigar.
Mi padre me vedó mi salida a la calle. Le tomó tirria a la cáfila mendicante que se reunía en las cercanías de su puerta. En tiempos en que vivía Leopoldo, antes del arribo de Sara, también se quiso eliminar los macizos que la gente tomaba por asiento.
Ya en su vejez, conocí a Andrés y me aficioné a él. «Yo te confiaba a él porque te quería, te cuidaba. Y salías con tu tío Andrés, [porque yo lo permití, aún en contra de tu padre. Me alegraba que te enseñara el mundo fuera de la casa. Una no tiene patria si no tiene un vecindario al que y en el cual confíe». Que Tío Andrés te dijera: ¡Mira las parejitas, nalgas fría! Son colegialas enamoradas y sus cucaracheros! me gustaba y, ¿sabes por qué? porque supe que Abram, tu padre, se crió, aislado del mundo, y por eso es como es. Es malo ser tan solitario y abrir los ojos al mundo, al exterior, muy tarde en la vida»].
Mi mamá, Camarada Sarita / La Abeja / no sólo quiso ver el exterior del paisaje, o de este edificio. Creo que sabía todos mis rinconcillos de juego o escondites. Cuando mi padre se fue a Baltimore a estudiar, jugábamos mucho a las escondidas. A veces Mamá fue más niña que yo... pero veía el interior de las almas. Me hizo querer a Andrés, porque sufrió mucho, y querer a papá. Y quererla. Por de pronto, viéndolo a él por dentro, me habló sobre Andrés.
Tío Andrés, hijo de Rachel, fue hombre mucho más simple que mi padre. Su judaísmo, sin ascetismo, nada tenía de ultramundano ni heroico. Mercader de telas en Almelo (Holanda), se hizo muy próspero que, en Overijseen, olvidaron que vino con una mano atrás y otra delante. Antes de ser almacenista y exportador de telas, fue sastre de día y conserje de noche en las industrias de tela de algodón y, sin los ahorros de sus desveladas y el apoyo financiero tan menguado de Leopoldín, él no tendría para coser ajeno al día siguiente ni una chaquetilla de lino. La maldita guerra lo hizo otra vez botellero, la política arruinó su fábrica de botellas y hasta lo puso a coser. El pudo haber ido a Ceiba Mocha, donde tenía una enorme extensión de la Hacienda de Benavito, pero dijo: «Si yo no labro la tierra, ¿por qué voy a ir a pedir que me alimenten de ella y a poner presión a un peonaje que está desesoso de que se acabe el latifundio y tenga tierra el que no la cultiva?»
A peones de su padre, aunque ya la tierra estuvo en su propiedad, no pidió jamás ni un gajo de bananos. Ni una naranja. Le preguntaban de quiénes son los cultivos y él, siendo dueño, decía: De Bartolo y nunca supimos quién era Bartolo. «Pero los hombres buenos y humildes no tienen que pedir... les dan. Vienen a obsequiarte aquellos que saben que no es su tierra y que, en el fondo, el generoso eres tú».
Su madre Rachel, la más pequeña de las hijas del Dr. Moritz, fue el primer amor de Benavito. Seguramente, algo de la humildad de Andrés la aprendió de ella. Rachel vivía a la sombra, opacada por su hermana Paquira, aunque tenía la misma belleza. Mas Rachel era retraída, solemne y matrera. Disimulaba su interés por los hombres, con su aire muino. Hecho que mortificó y desalentó a Benavito y sus primeros devaneos por ella hasta que un día supo que Antonio, por lastimar el orgullo de su esposa Paquira, cometió estrupo y que, en ocasiones, a pesar de la resistencia de la muchacha, la gozaba. Así sucedió con Alicia, la vírgen. Dicen que era estéril.
Y, seguramente, Rachel fue quien más gozaba con Benavito. Cierta complicidad de moscamuerta. A sabiendas de tales circunstancias, él compitió por quitársela a Atonio, medio-hermano de Antonio, siendo demasiado jovenzuelo. «Te digo ésto, hijito, para que aprendas a quererlo y entiendas por qué Benavito, herido por engaños de Rachel con Antonio, les rechazara... pero, no creas que los rechazos son por siempre. Tú no pudíste conocer a Benavito ni yo; sólo podemos juntar pedacitos sinceros de las memorias de aquellos que nos hablaron sobre él... Hay días que una persona que nos quiere, nos hiere. Al otro día, lo puedo lamentar. Se arrepiente y es quien más nos ama».
Benavito sufría muy profundas crisis religiosas que, a menudo, las ocasionaría su antipatía por Antonio López y después sus diferencias con Leopoldo. A su juicio, el primero dio mala vida a las dos hijas del Dr. Moritz Abram Matías. Este fue uno de los parientes que él más admiró. «Nunca pienses que Benavito no quiso a su hijo y sé prudente. No le digas, sin saber, que su padre no le quiso. Recuérdale lo que ya sabemos con seguridad. El amó a Rachel, tu tía-abuela. Y, aunque Rachel, fuese imprudente, inmadura en muchas cosas, ¡qué ironía! era hija de un sabio y el Dr. Moritz, padre de Rachel, es bien querido... De Antonio López nada sabemos, excepto que Andrés no lo considera su padre. Y su padre es tu Abuelo Benavito».
No lo voy a preguntar a Mamá de este modo: «¿Te dijeron abejita porque eres chismosilla desde pequeña, y metes tu naricita en cada flor que ves?»
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Las juderías / novela / 1-15 / Las juderías / Rachel, Andrés y otra gente de La Habana / Piratas judíos en el Caribe / Reseña de libro de E. Kritzler / 16. ¡Qué camarada ni qué ocho cuartos! / 17. El Moisés cornudo y sin timbales / 18. Llegó con gran euforia el hermano esquivo / 19. Presentaciones de rigor / 20. Sara de Riga la Abejita y la Bodega / 21. Antonio: La jactancia de un macho estéril / 22. La moral descuartizada / 26. ¿Quién es el faraón? / 28. «Ya veo por donde van tus sincretismos»
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