Por Jorge Gómez Barata (especial para ARGENPRESS.info)
Ya sea que se cuente desde el presunto Big Bang, ocurrido probablemente hace alrededor de 13, 000 millones de años o desde el día uno del Génesis, el momento en que, según otro punto de vista, comenzó todo, el planeta, la vida, la humanidad, las civilizaciones y el hombre se han hecho a sí mismos.
Del mismo modo que las placas tectónicas se acomodaron para definir la estructura geológica del planeta, el ambiente se enfrió y el aire se hizo respirable, se formaron las civilizaciones y las culturas. Con luces y sombras llegamos al mundo realmente existente. No hay nada en la historia natural y social que no pueda ser explicado y/o justificado y lo único ignoto es el porvenir.
Aunque partieron de un antepasado y de un sitio común, los hombres se dispersaron sobre el planeta y aislados por océanos y desiertos, montañas, selvas y glaciares, durante la mayor parte de su existencia las culturas y las civilizaciones marcharon de modo paralelo, sin conocerse ni relacionarse. De ese modo la humanidad, que es genéticamente homogénea, se hizo culturalmente diversa.
En esas marchas paralelas, favorecidas u obstaculizadas por circunstancias objetivas asociadas al medio natural, las diferentes culturas y civilizaciones, cada una por sus propios caminos y enfrentada a sus desafíos, acumularon la sabiduría y las riquezas que crearon condiciones materiales, científicas y tecnológicas para el encuentro entre ellas.
En sus andares, unos pueblos avanzaron más rápido que otros y algunos convirtieron la precedencia el aéreas decisivas en instrumento de dominación, así ocurrió con Europa respecto al Nuevo Mundo, África y Asia.
Los encuentros entre las culturas y civilizaciones y su capacidad para interactuar es la génesis de la globalización, cuyo tramo más reciente comenzó con el encuentro protagonizado por Cristobal Colón y los grandes navegantes y exploradores, que interconectaron al mundo e hicieron de la tierra un lugar realmente redondo.
La llegada de los europeos a América dio lugar al comercio mundial, a la cooperación económica en escalas significativas y a la formación de la sociedad internacional. A partir de esos hechos, con mano de obra africana se producían en América materias primas que se industrializaban en Europa y luego eran consumidas en el mundo entero.
Europa, además de cargar con enormes cantidades de oro y plata con las cuales, en parte, financió su desarrollo, asimiló la papa, el maíz, el tomate, los frijoles y decenas de otras especies vegetales y animales y, además de su lengua, su literatura y su fe, trasladó al Nuevo Mundo el caballo, el ganado vacuno, el arado y las técnicas agrícolas, las aves de corral y más tarde el ferrocarril, los grandes buques y decenas de otras realizaciones de su cultura.
Junto con un sistema político absurdo, España y Portugal importaron a América la caña de azúcar y el café, luego trajeron a los africanos y desde España, Portugal y Francia, llegaron sucesivas oleadas de colonizadores y emigrantes que las convertirían en fuente de riquezas.
La etapa de la globalización por la cual se transita hoy es como la iniciada en el siglo XV, un hecho derivado de la ciencia y la tecnología y no de la política, aunque ahora, tal como ocurrió quinientos años atrás, el fenómeno cultural es manipulado desde la política. El Consejo de Seguridad, La OMC y el G 20 son al mundo actual lo que al de 1494 fue el Tratado de Tordesillas, en un símil así Estados Unidos es como el papado de entonces, un poder temporal mundial.
Obviamente los pueblos indo americanos no se incorporaron por decisión propia a las corrientes civilizatorias posteriores al siglo XV, sino que fueron arrastrados a ese status por Europa, que tampoco planeó aquellos procesos, aunque los configuró para obtener enormes ventajas de ellos.
Por aquellos caminos se formaron las potencias que amparadas en la superioridad tecnológica y por medio de la violencia, crearon el sistema colonial y se convirtieron en imperios hasta que en un inesperado giro, desde el Nuevo Mundo, por medio de una revolución anticolonialista aparecieron los Estados Unidos, un elemento nuevo que retó a Europa, la derrotó y la sometió, avanzando hacía la construcción de una hegemonía que, aunque reforzada por la derrota de la Unión Soviética a fines del siglo XX, no logra concretar.
Debido al desarrollo global de la tecnología y la persistencia de los intereses nacionales de las potencias emergentes, la idea de un mundo unipolar regido por Estados Unidos es hoy puesta en duda, no porque Norteamérica sea más débil sino porque China, India, Brasil, Argentina, Rusia, Nigeria, Sudáfrica y otros países emergentes, son más fuertes, aunque dicho sea de paso la noción de la fuerza ahora no radica tanto en los músculos como en los cerebros.
La fuerza de India o Brasil no emana de sus cohetes ni de sus bombas sino de sus capacidades económicas, de sus ambiciones, de la pertinencia de sus políticas y de las habilidades para aprovechar las ventajas del actual estado de cosas.
El mundo, que siempre fue redondo es ahora global y es en la economía global en la que aquellos países que transitan por la senda del desarrollo deberían insertarse. Nuestros líderes y nosotros deberíamos concentrarnos en dos asuntos: comprender el mundo en que vivimos y hacer el país que queremos y podemos tener.
Podemos cambiar nuestro país, mas no podemos cambiar el mundo. No se trata de una limitación nuestra, en realidad nadie puede, ni siquiera el imperio arrogante y abusador. Con su identidad y conservando sus esencias, sus metas y sus principios, el país real debe insertarse en el mundo real. A eso le llaman pragmatismo, a veces se le repudia pero, a la larga no hay otra manera. Allá nos vemos.
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