Por Eudaldo Báez Galib / Abogado
El Presidente de EE.UU., a través de su comisión para atender el asunto de status de Puerto Rico, concluyó que todo lo dicho previamente por las autoridades federales sobre nuestra relación con EE.UU. -Congreso, Jueces del Tribunal Supremo y la propia Rama Ejecutiva ante la ONU- eran embuste. Nos devolvieron al inicio del pasado siglo y a la «doctrina de prejuicios raciales» de los Casos Insulares. Tan propiedad territorial somos, plantearon, que EE.UU. puede cedernos o vendernos a otro país. Esas expresiones ponen en entredicho toda una historia de actividad legislativa, judicial e inclusive de previos Presidentes. Y un pueblo adormecido por sus tórridas circunstancias sociales, hace mutis; por mareo o por impedimento genético.
Sin embargo, nuevamente acudimos allá para que nos deleiten con más mentiras. ¡Por Dios! ¿Cuándo vamos a desistir de este masoquismo? ¿No es la obligación del liderato puertorriqueño hacerse de cordura y de una y por todas descubrir verdades, de verdad? Abstenerse, por un instante, de ese angustioso síndrome de comprar expresiones acomodaticias a esos mercaderes del trueque político federal. ¿No es ya tiempo que dediquemos a nuestra gente la profundidad intelectual que la moral social exige?
Indaguemos con seriedad esto: ¿Es constitucional que apliquen en Puerto Rico las leyes federales al nosotros no votar por quienes las aprueban alegándose consentimiento colectivo? ¿Cuán legitimo es que un Presidente nos administre si no hemos votado por un Colegio Electoral que lo elige a él? ¿Hasta qué punto son válidas las determinaciones de una judicatura federal y administradores nombrados y consentidos sin representación nuestra? ¿Cuál sería la realidad de una ciudadanía americana sin la estadidad? ¿Existe o no un convenio (compact) y que efecto tiene sobre ambas partes? ¿Están capacitados los Estados de la Unión para admitir uno que ostenta su cultura-idiosincrasia-imagen (nacionalidad sociológica) diferente? ¿Qué injerencia deben tener en los asuntos de Puerto Rico las generaciones descendientes de puertorriqueños pero nacidas y viviendo fuera, o de los que se marcharon para no regresar?
Obviamente todo esto no lo puede contestar nuestra clase política. Sería como solicitar de drogadictos escoger estupefacientes. Dudo, inclusive, de algunos intelectuales académicos. Muchos de ellos resbalan en esa simpática grasa de la influencia. Allá afuera, en ese nuevo mundo, se está utilizando el mecanismo de mediación externa. De gente de otro sitio, intelectualmente capacitada, con un historial de compromiso con la verdad y orientadas hacia las realidades globales. Pero, claro, nuestro estúpido prurito retrogradista no solo lo rechazaría; se plantearía, más bien, si habría o no acceso a ellos. Boricuadas en su máxima expresión. En fin, si hemos estado aturdidos socio-políticamente por tantos siglos ¿no es eso clave suficiente para intentar otra cosa? Pues bien, vayamos ahora a los “embustes” en búsqueda de los “embusteros”.
El 22 de abril de 1998, advertí al Comité de Status del PPD: “Este asunto, de esencia jurídica, es desarrollado exclusivamente vía el discurso político convirtiéndolo en laberinto de percepciones y contradicciones, la mayor parte de las veces por falta de información o conocimiento, o por excesiva inyección de emociones en una disciplina preñada de elementos anímicos. Lo acompañé de una genealogía de las posturas de autoridades federales, que nos sirven aquí.
El estado actual de derecho dispone que la ciudadanía americana no puede ser revocada excepto en los casos señalados por ley. Bajo una república asociada o independencia, con ciudadanos americanos-puertorriqueños, no es contemplada en ella. Y si estando resuelto que el «ciudadano americano debe lealtad no importa donde se encuentre» y si EE.UU. tiene «jurisdicción sobre sus ciudadanos no importa donde estén», es obvio que EE UU requeriría lealtad de los que estén aquí y vendría obligado a proteger los que estén en un Puerto Rico sobre el cual no tendría jurisdicción. ¿Qué ocurriría?
El controvertible convenio (“compact) es un concepto confuso para nosotros. No así para el Congreso. Existió antes de la Constitución (de EE UU) y reconocido en ella. Hamilton (Federalista Núm. 22) lo atendió aseverando que sería una herejía que una sola parte lo revoque. Los legisladores federales conocían, entonces, qué era un pacto, a diferencia de un tratado, y aún así aprobaron ley que nos ofrecía una relación en la naturaleza de un convenio. Luego confirmaron la Constitución que indicaba un convenio. Los principios de interpretación legislativa disponen que el legislador conoce lo que legisla. ¿Ocurre así aquí?
Varios jueces del Tribunal Supremo federal tomaron nota de nuestra relación política. El primero que identifica un cambio aquí fue Frankfurter cuando en 1955, en un escrito universitario, analiza los territorios no incorporados “como era Puerto Rico antes del ‘Commonwealth”. Luego, en opiniones judiciales, en 1974, Brennan menciona cómo se otorgó a Puerto Rico, con la Ley 600, “un ‘compact’». El Juez Marshall, en 1987 indica que «Puerto Rico fue primero un territorio y luego un Commonwealth». Un caso, (Harris) menciona a Puerto Rico como un territorio. Pero la Oficina de Contabilidad del Congreso opinó, al Congreso, que ese caso no atendía el status y era solo para asistencia económica. Fue el ahora juez del Tribunal Supremo, Bryer, cuando era del Circuito de Boston, que definió lo que constituye el convenio- la «Constitución de EE UU, la de PR, la Ley 600 y la de Relaciones Federales».
En cuanto al propio Congreso, el que autorizó al ELA, convirtió al Tribunal Federal en Puerto Rico a como si fuera el de un estado, al resultar del cambio de status de Puerto Rico de un territorio a un Commonwealth, con la recomendación del Departamento de Justicia Federal. Luego, en 1961, autoriza que los asuntos del Tribunal Supremo de Puerto Rico fueren atendidos directamente por el Tribunal Supremo federal, «porque ha habido un cambio de territorio a Commonwealth bajo la Ley del Convenio», ante la sugerencia de la Conferencia Judicial de EE.UU.
¿Quién es embustero? ¿Dónde está la verdad? ¿Nos engañaron, o nos estamos engañando nosotros mismos? Establezcamos, entonces, cuan ridículo suene, una Comisión de la Verdad. ¡De gente de afuera! Pues la metástasis de la corrupción invadió ya nuestro intelecto.
Comentarios a: baezgalibe@microjuris.com
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