Monday, August 24, 2009

Los pobres también lloran


Por Jorge Majfud / Escritor y educador universitario

MEXICO: San Sebastián Nopalera, un pequeño pueblo de la Sierra de Oaxaca, sur de México, tiene cinco mil habitantes registrados pero allí sólo viven la mitad. Las tierras que antes daban café ahora a duras penas dan maíz y no hay brazos para sacarles más. Sus habitantes, casi todos mujeres y niños, sobreviven de la ayuda que envían sus hombres de las plantaciones de Estados Unidos.

Como en una guerra entre dos países, cada año cien o doscientos migrantes vuelvan a Oaxaca en cofres funerarios. Los trabajos para los cuales están destinados son casi tan mortales como el cruce de la frontera.

Pero no son mujeres todas las que se quedan ni son hombres todos los que se van. Como su hermano, un día María Isabel Vásquez Jiménez decidió irse al otro lado con la promesa de ayudar a su madre viuda y volver en tres años con el capital suficiente para iniciar un pequeño negocio.

El 11 de febrero de 2009 la joven de 17 años salió de su pueblo y contactó un coyote en Putla de Guerrero que la ayudó a cruzar la frontera norte. Tres meses después, el 11 de mayo, encontró trabajo en un viñedo de la West Coast Grape Farming Company, cerca de Modesto, Califorina.

Como María, los indígenas mexicanos que casi no hablan español en California son los hispanos que se dedican a la pizca, a pizcar, palabras que, como tantas otras miles del spanglish, fueron creadas con el material sustantivo del inglés —pick up, recoger— y moldeadas por la conjugación del castellano.

Quizás nunca podamos imaginar los miedos de María al dejar su pueblo con tan pocos años y tan poco conocimiento del mundo exterior, sus nervios al llegar a Putla para contactar a un coyote, el vértigo y el cansancio de su paso por la ilegalidad. Quizás fue feliz alguno de los tres días que trabajó en la pizca. Casi sin dudas debió ser feliz descansando al lado de su novio, Florentino Bautista, otro inmigrante sin papeles con quien vivía y planeaba casarse antes de regresar a México en tres años.

Pero algo salió mal. El 14 de mayo el termómetro marcó casi cuarenta grados centígrados a la sombra. Después de nueve horas bajo el sol despiojando retoños de las vides, María se sintió mareada. Tambaleándose, caminó hacia su novio y antes de llegar se desplomó.

Florentino pidió ayuda y trató de reanimarla. El encargado le dijo que no se preocupara. Esos desmayos eran algo normal.

—Aplícale un poco de alcohol y se le pasa—, le dijo

Pero María seguía inconsciente.

La pusieron en la camioneta que llevaba a la cuadrilla a sus casas y esperaron la hora de salida.
Los paños de agua fría y las fricciones de alcohol no dieron resultado y el conductor de la camioneta decidió llevarla a un médico. María hervía de fiebre en los brazos asustados de su compañero. En el camino, Florentino recibió la llamada del encargado del viñedo, Raúl Martínez, recordándole que su novia era menor de edad, por lo cual en su declaración debía decir que se había desmayado haciendo ejercicio para mantenerse en forma.

Llegaron a la clínica a las 5:15. Cuando los médicos contactaron que María tenía más temperatura de la que puede soportar un ser humano, la derivaron de urgencia al Lodi Memorial Hospital.

Dos días después, María y su hijo de dos meses en el vientre murieron de insolación. El informe médico menciona un paro cardíaco.

Su novio, Florentino, no ha vuelto a trabajar. Tampoco ha recibido ninguna llamada en su celular. Pero el fiscal de distrito, James Willett, ha acusado a María De Los Ángeles Colunga, propietaria de la compañía de trabajo, a Elías Armenta, director de seguridad y al supervisor Raúl Martínez por no haber provisto a los trabajadores de sombra y agua, por no poseer asistencia en caso de insolación y por mentir en el proceso.

El gobierno de México, como es su costumbre, manifestó su preocupación por las injustas condiciones en que trabajan los mexicanos en Estados Unidos. También el gobernador de California, Arnold Schwarzenegger, lamentó la muerte de María.

Al igual que María, alguna vez en su juventud Schwarzenegger fue un inmigrante ilegal, aunque su esfuerzo y sudor lo dejó en un gimnasio de Santa Monica, no en los campos de producción agrícola. El mundo lo conoce como el actor que en 1984 dio vida al cyborg The Terminator, el hombre-máquina enviado por las máquinas inteligentes del 2029 al año 1984 con el objetivo de terminar con la resistencia de los humanos eliminando al futuro líder guerrillero antes de nacer. En su remake hollywoodense de Herodes, la casi invencible máquina es derrotada por la pareja de humanos y la madre del futuro rebelde, Sarah —Sarai—, logra huir. Finalmente aparece meses después en México. En una gasolinera, un niño mexicano le toma la fotografía que viajará por el tiempo normal hasta las manos de su hijo y luego de su padre. John, el líder rebelde, podía haber sido un mexicano, hijo de una inmigrante ilegal huyendo de su propia tierra. Hoy tendría veinticinco años y probablemente estaría cruzando la frontera. Pero si su madre hubiese sido una mexicana pobre, como María, quizás hubiese tenido que enfrentar una pesadilla peor que la del cyborg y el futuro rebelde jamás hubiese nacido.

El miércoles 27 de mayo de 2009, el cuerpo de María salió de la iglesia católica de St. Anne de Lodi, California. El viernes 29 pasó por Asunción Nochixtlán en un ataúd blanco y, después de seis horas de camino, llegó a su pueblo en la sierra. Su humilde dormitorio fue la capilla ardiente. En la cabecera pusieron esa foto que se la ve sonriendo, poco antes de partir. Más abajo, la corona de flores y una nueva deuda para la madre.

Sepultaron a María y a su retoño vestida de novia, de madre novia. No tuvo misa, porque el pueblo no tenía párroco y ninguno pudo llegar hasta la capilla del pueblo.

En el dormitorio vacío de María quedó Jovita Margarita Jiménez Bautista, mirando la fotografía sonriente de su hija. Su madre viuda, o como se llame. Porque en español hay nombres para un hijo que pierde a una madre, para una madre que pierde a su esposo, pero no hay nombre para una madre que pierde a una hija. Seguramente en ningún idioma hay un nombre para tanto dolor y tanta injusticia.

* Jorge Majfud, PhD, Lincoln University, School of Humanities, Department of Foreign Languages and Literatures.
Alainet / Escritos

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