El inusitado crecimiento de bandas criminales dedicadas al atraco, la venta de droga, el hurto de vehículos y el sicariato, entre otros, han convertido las calles de las principales ciudades de América Latina en espacios donde ronda el miedo
En el interior de los autobuses de servicio público de Caracas (Venezuela), los pasajeros deben compartir sus viajes con hombres del Ejército para evitar el repentino ataque de los delincuentes. En Ciudad de México, los carteles de la droga azotan las calles de la capital azteca con la venta de droga al menudeo y el asesinato selectivo. Y en Lima (Perú) ni el técnico de fútbol Mario Gareca se salvó de una banda de atracadores de origen colombiano que lo siguió hasta su casa después de haber retirado dinero de un banco y allí lo asaltó.
Con el mismo vértigo con que las ciudades latinoamericanas han crecido en el último medio siglo, han crecido el crimen y la violencia en ellas.
El homicidio, el hurto de vehículos, el atraco a mano armada, la venta de droga o el llamado ‘secuestro express’ encabezan las listas de los males que hoy golpean, en mayor o menor escala, a las capitales de Puerto Rico, Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, Ecuador, México, Uruguay, Perú y Venezuela.
Los gobiernos parecieran no dar abasto para combatir las estructuras criminales que cada vez lucen más organizadas, mejor armadas y con un accionar más violento, fruto, en muchos casos, del enorme poder corruptor que poseen y de las grietas que en el aparato judicial dejan la impunidad y la falta de justicia.
Caracas, por el despeñadero
Caracas describe hoy el grado de intensidad y crueldad al que está llegando el crimen urbano en América Latina: 130 homicidios por cada 100 mil habitantes; un incremento del 50 por ciento de los secuestros frente al primer semestre del 2008; 60 robos diarios en el transporte público y el asesinato de dos personas cada semana para despojarlas de sus motocicletas, convierten a la capital de la República Bolivariana en una de las urbes más peligrosas del mundo.
Aunque las cifras no son avaladas por el Gobierno Nacional, datos extraoficiales indican que para el 6 de junio de 2009, 371 personas habían sido secuestradas y se estima que ese número podría llegar a 800 a finales de año.
En otras ciudades, como San Juan, es el fenómeno del narcotráfico el que tiene en alza el número de homicidios: 20.4 por cada 100 mil habitantes, el segundo más alto de Estados Unidos, después de Washington, y con posibilidades de que crezca este año.
Contrario a lo que pueden reclamar otras capitales del continente, en San Juan no es la falta de policías lo que justifica los crímenes. Allí existe un policía por cada 233 habitantes (Naciones Unidas recomienda uno por cada 250 personas), muy superior a lo que sucede en Bogotá, donde la media es de un agente por cada 470 personas.
«Podemos tener miles de policías más, pero hay delitos que ella no puede evitar. La Policía interviene muchas veces cuando el crimen ya está cometido», dice la demógrafa y ex profesora de la Universidad de Puerto Rico Judith Rodríguez.
La estrecha relación entre narcotráfico y violencia en San Juan se explica en el hecho de que por la isla pasan cada año entre 5 y 7 toneladas de cocaína, lo que desencadena toda una estructura del crimen que va desde el control del negocio hasta el consumidor habitual que roba para mantener su adicción.
Donde este fenómeno parece haber encontrado terreno abonado y está dejando secuelas preocupantes es en México. A los 547 delitos que en promedio se denuncian cada día, el 30 por ciento de ellos clasificados de alto impacto, se suma el poder criminal de los grandes carteles de la droga que han instalado en el Distrito Federal su residencia, su negocio y su poder destructor.
El narcomenudeo, también conocido en Bogotá como microtráfico, es en gran medida el causante de la ola de violencia que vive el país. «Por mantener el control de sus plazas tratan de amedrentar, de enviar mensajes a través de cuerpos decapitados o ejecuciones», asegura Bernardo Espino del Castillo, coordinador general de delegaciones de la Procuraduría General.
En México, al igual que en Colombia, los grupos de narcotraficantes y organizaciones criminales al margen de la ley se han apoderado de otros negocios legales e ilegales como la piratería, la extorsión, la prostitución, las apuestas, los juegos de azar, el tráfico de indocumentados y hasta la protección de barrios.
Todos delitos difíciles de controlar cuando se cuenta, como en el caso del DF, con apenas 22 mil policías para una ciudad de 8 millones de habitantes, más los 4 millones de población flotante, según la Secretaría de Seguridad Pública. En el primer semestre de 2009, los residentes en la capital mexicana denunciaron 375 homicidios, 40 secuestros y 13 mil robos de vehículos.
Impunidad y corrupción
Pocas ciudades como Río de Janeiro, la segunda más importante de Brasil, han conseguido resumir en dos películas el drama de la delincuencia urbana: milicias, corrupción oficial y crimen callejero.
Las milicias, integradas por narcotraficantes y policías corruptos, controlan extensas áreas pobres de la ciudad y se han apoderado de servicios públicos como el transporte y la televisión por cable, lo que les genera ingresos por $180 millones al año, suficiente para corromper a la autoridad o financiar campañas políticas.
Además del control territorial por parte de organizaciones criminales, a los 6 millones de habitantes de Río de Janeiro los aterroriza el incremento en el número de asesinatos.
Si bien las muertes pasaron de 4,081 en 1994 a 2,069 el año pasado, el índice de homicidios de hoy (33.2 por 100 mil habitantes) puede no ser real si se tiene en cuenta que el accionar de las bandas de narcotraficantes incluye la desaparición de personas, que pasaron de 1,235 en 1991 a 2,050 en 2008. El 70 por ciento de estas desapariciones fueron por homicidio, según la policía.
Lo anterior, sumado a un fenómeno de corrupción en las filas de la Policía, hace que las estadísticas sean poco confiables incluso para los mismos organismos de seguridad, especialmente por lo que tiene que ver con las llamadas muertes en enfrentamientos.
Henry Silva, un joven de 16 años que en el 2006 volvía de un partido de fútbol hacia su casa, en Morro de Gamba, una favela de la ciudad, fue asesinado por la policía y luego llevado a un hospital. Allá informaron que Silva era traficante de drogas y se había resistido a un arresto.
Durante 7 años la madre de Henry, Márcia Jachinto, investigó sola el crimen para demostrar que su hijo jamás había traficado con drogas, no había portado armas y era un estudiante ejemplar. Dos policías fueron condenados por el hecho. “El motivo de mi lucha es probar que mi hijo no era narcotraficante”, dice Márcia.
Así como Brasil padece con las milicias, Bogotá con el resurgir del sicariato o Quito con bandas especializadas que planean durante meses sus acciones y no temen asesinar a sus víctimas, Buenos Aires tiene en el hurto de vehículos su principal dolor de cabeza.
En el primer trimestre del año este tipo de delito se incrementó un 19.4 por ciento frente al 2008. La mayoría de los robos se producen a mano armada y muchas veces terminan en homicidio. Recientemente, las autoridades capturaron a una banda integrada por menores de edad que en el mes de julio había robado seis vehículos.
Para el consultor en temas de seguridad urbana Jairo Libreros, el tema no es de poca monta. En ciudades en las que el crimen organizado aumenta, al poco tiempo comienzan a surgir fenómenos de sicariato. Y es en el hurto de vehículos “donde se afina la capacidad delincuencial, se da paso a las riñas, el ajuste de cuentas y el narcotráfico”, dice Libreros tras recordar que fue precisamente en el hurto de carros donde comenzó su accionar criminal el tristemente celebre capo del narcotráfico colombiano Pablo Escobar.
Las causas del azote
Analistas y expertos intentan hallar una explicación para el azote criminal del que son víctimas las ciudades y de la percepción de inseguridad que agobia a sus habitantes.
Pese a que hay fenómenos propios de cada capital que explican el por qué de una mayor ocurrencia de cierto tipo de delitos -en Caracas, por ejemplo, se culpa a la crisis institucional-, un denominador común para el surgimiento de grupos delincuenciales son las precarias condiciones socio-económicas de los ciudadanos, particularmente los jóvenes.
“En una sociedad que maltrata mucho a adolescentes y jóvenes con procesos de segregación fuerte, no es casualidad que sean ellos quienes reproduzcan con fuerza ciertos fenómenos de la criminalidad”, señala Rafael Paternina, director del Observatorio de Violencia y Criminalidad del Ministerio del Interior de Uruguay.
En el caso puertorriqueño el consumo de droga y la “transmisión generacional de la violencia”, ha golpeado la escala de valores de la sociedad y ha sembrado el miedo entre la población, a tal punto que hoy la gente prefiere invertir en rejas para sus viviendas y encerrarse como en las épocas medievales, explica Sonia Sierra, directora de la división de Protección de Víctimas y testigos del Departamento de Justicia.
La corrupción en el interior de los organismos de seguridad no solo se expande como un cáncer que facilita la delincuencia sino que llena de dudas y temor a una sociedad que deja de confiar en quienes, constitucionalmente, están llamados a protegerla.
En Río de Janeiro, dos jefes de la policía civil fueron despedidos y responden a procesos por corrupción; en Caracas, el propio ministro del interior y Justicia, Tareck El Aissami, admitió que funcionarios de la policía están involucrados en el 20 por ciento de los delitos que se cometen; mientras que en Buenos Aires se denunció que en el pasado, para ser jefe de una comisaría de policía, se tenía que pagar y no perseguir a los ‘desarmaderos’ de carros.
La falta de políticas públicas que combatan eficazmente el crimen en las calles ha llevado a que cada vez más ciudadanos estén ejerciendo justicia por mano propia, lo cual agrava el problema, como de hecho ha sucedido en Uruguay. Allí el homicidio tuvo un incremento del 30 por ciento, en la mayoría de los casos por violencia intrafamiliar y justicia propia.
En Bogotá, recientemente, un hombre murió luego de que una turba enfurecida de vecinos lo golpeó incesantemente tras ser señalado de haber abusado de una menor de edad.
“El linchamiento es simple y llanamente producto de que la justicia no entrega los niveles de seguridad que se requieren”, afirma Libreros.
De mantenerse esta tendencia en la que el crimen urbano pareciera superar todos los límites y con una ciudadanía atemorizada ya no por lo que pudiera pasar con sus bienes materiales sino con su propia vida, no estará lejos el día en que vuelvan a resurgir liderazgos locales que practiquen la política de la tolerancia cero.
De acuerdo con Libreros, eso es exactamente lo que pasó en la década de los 90 en ciudades como Nueva York, en la que el alcalde Rudolph Giuliani aplicó este tipo de estrategias particularmente contra los jóvenes.
“El primer ejemplo que podemos mirar –señala Libreros- es el manejo que se le ha dado a grupos de pandillas como las mara, en Salvador, donde para combatirlas se pasó de una política de mano dura a la súper mano dura y ahora van en la ‘mano de hierro’; se pasará de una política de seguridad ciudadana a una penitenciaria sin que esto signifique una solución verdadera”.
El tema está a la orden del día y forma parte de la agenda de las campañas presidenciales que hoy se desarrollan en Chile, Uruguay, Argentina y Colombia.
Desde los gobiernos locales y nacionales se plantean alternativas bien intencionadas que sin embargo no atacan el origen del problema. Hay que partir del reconocimiento de que las urbes de hoy no son las mismas de hace tres décadas y que demandan nuevas estrategias, recursos y creatividad para hacerles frente a estos males de las ciudades modernas; ciudades que, como en el poema de Kavafis, por más que lo intentemos, estamos condenados a habitarlas. “Aquí terminarás, no esperes nada mejor”.
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Con el mismo vértigo con que las ciudades latinoamericanas han crecido en el último medio siglo, han crecido el crimen y la violencia en ellas.
El homicidio, el hurto de vehículos, el atraco a mano armada, la venta de droga o el llamado ‘secuestro express’ encabezan las listas de los males que hoy golpean, en mayor o menor escala, a las capitales de Puerto Rico, Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, Ecuador, México, Uruguay, Perú y Venezuela.
Los gobiernos parecieran no dar abasto para combatir las estructuras criminales que cada vez lucen más organizadas, mejor armadas y con un accionar más violento, fruto, en muchos casos, del enorme poder corruptor que poseen y de las grietas que en el aparato judicial dejan la impunidad y la falta de justicia.
Caracas, por el despeñadero
Caracas describe hoy el grado de intensidad y crueldad al que está llegando el crimen urbano en América Latina: 130 homicidios por cada 100 mil habitantes; un incremento del 50 por ciento de los secuestros frente al primer semestre del 2008; 60 robos diarios en el transporte público y el asesinato de dos personas cada semana para despojarlas de sus motocicletas, convierten a la capital de la República Bolivariana en una de las urbes más peligrosas del mundo.
Aunque las cifras no son avaladas por el Gobierno Nacional, datos extraoficiales indican que para el 6 de junio de 2009, 371 personas habían sido secuestradas y se estima que ese número podría llegar a 800 a finales de año.
En otras ciudades, como San Juan, es el fenómeno del narcotráfico el que tiene en alza el número de homicidios: 20.4 por cada 100 mil habitantes, el segundo más alto de Estados Unidos, después de Washington, y con posibilidades de que crezca este año.
Contrario a lo que pueden reclamar otras capitales del continente, en San Juan no es la falta de policías lo que justifica los crímenes. Allí existe un policía por cada 233 habitantes (Naciones Unidas recomienda uno por cada 250 personas), muy superior a lo que sucede en Bogotá, donde la media es de un agente por cada 470 personas.
«Podemos tener miles de policías más, pero hay delitos que ella no puede evitar. La Policía interviene muchas veces cuando el crimen ya está cometido», dice la demógrafa y ex profesora de la Universidad de Puerto Rico Judith Rodríguez.
La estrecha relación entre narcotráfico y violencia en San Juan se explica en el hecho de que por la isla pasan cada año entre 5 y 7 toneladas de cocaína, lo que desencadena toda una estructura del crimen que va desde el control del negocio hasta el consumidor habitual que roba para mantener su adicción.
Donde este fenómeno parece haber encontrado terreno abonado y está dejando secuelas preocupantes es en México. A los 547 delitos que en promedio se denuncian cada día, el 30 por ciento de ellos clasificados de alto impacto, se suma el poder criminal de los grandes carteles de la droga que han instalado en el Distrito Federal su residencia, su negocio y su poder destructor.
El narcomenudeo, también conocido en Bogotá como microtráfico, es en gran medida el causante de la ola de violencia que vive el país. «Por mantener el control de sus plazas tratan de amedrentar, de enviar mensajes a través de cuerpos decapitados o ejecuciones», asegura Bernardo Espino del Castillo, coordinador general de delegaciones de la Procuraduría General.
En México, al igual que en Colombia, los grupos de narcotraficantes y organizaciones criminales al margen de la ley se han apoderado de otros negocios legales e ilegales como la piratería, la extorsión, la prostitución, las apuestas, los juegos de azar, el tráfico de indocumentados y hasta la protección de barrios.
Todos delitos difíciles de controlar cuando se cuenta, como en el caso del DF, con apenas 22 mil policías para una ciudad de 8 millones de habitantes, más los 4 millones de población flotante, según la Secretaría de Seguridad Pública. En el primer semestre de 2009, los residentes en la capital mexicana denunciaron 375 homicidios, 40 secuestros y 13 mil robos de vehículos.
Impunidad y corrupción
Pocas ciudades como Río de Janeiro, la segunda más importante de Brasil, han conseguido resumir en dos películas el drama de la delincuencia urbana: milicias, corrupción oficial y crimen callejero.
Las milicias, integradas por narcotraficantes y policías corruptos, controlan extensas áreas pobres de la ciudad y se han apoderado de servicios públicos como el transporte y la televisión por cable, lo que les genera ingresos por $180 millones al año, suficiente para corromper a la autoridad o financiar campañas políticas.
Además del control territorial por parte de organizaciones criminales, a los 6 millones de habitantes de Río de Janeiro los aterroriza el incremento en el número de asesinatos.
Si bien las muertes pasaron de 4,081 en 1994 a 2,069 el año pasado, el índice de homicidios de hoy (33.2 por 100 mil habitantes) puede no ser real si se tiene en cuenta que el accionar de las bandas de narcotraficantes incluye la desaparición de personas, que pasaron de 1,235 en 1991 a 2,050 en 2008. El 70 por ciento de estas desapariciones fueron por homicidio, según la policía.
Lo anterior, sumado a un fenómeno de corrupción en las filas de la Policía, hace que las estadísticas sean poco confiables incluso para los mismos organismos de seguridad, especialmente por lo que tiene que ver con las llamadas muertes en enfrentamientos.
Henry Silva, un joven de 16 años que en el 2006 volvía de un partido de fútbol hacia su casa, en Morro de Gamba, una favela de la ciudad, fue asesinado por la policía y luego llevado a un hospital. Allá informaron que Silva era traficante de drogas y se había resistido a un arresto.
Durante 7 años la madre de Henry, Márcia Jachinto, investigó sola el crimen para demostrar que su hijo jamás había traficado con drogas, no había portado armas y era un estudiante ejemplar. Dos policías fueron condenados por el hecho. “El motivo de mi lucha es probar que mi hijo no era narcotraficante”, dice Márcia.
Así como Brasil padece con las milicias, Bogotá con el resurgir del sicariato o Quito con bandas especializadas que planean durante meses sus acciones y no temen asesinar a sus víctimas, Buenos Aires tiene en el hurto de vehículos su principal dolor de cabeza.
En el primer trimestre del año este tipo de delito se incrementó un 19.4 por ciento frente al 2008. La mayoría de los robos se producen a mano armada y muchas veces terminan en homicidio. Recientemente, las autoridades capturaron a una banda integrada por menores de edad que en el mes de julio había robado seis vehículos.
Para el consultor en temas de seguridad urbana Jairo Libreros, el tema no es de poca monta. En ciudades en las que el crimen organizado aumenta, al poco tiempo comienzan a surgir fenómenos de sicariato. Y es en el hurto de vehículos “donde se afina la capacidad delincuencial, se da paso a las riñas, el ajuste de cuentas y el narcotráfico”, dice Libreros tras recordar que fue precisamente en el hurto de carros donde comenzó su accionar criminal el tristemente celebre capo del narcotráfico colombiano Pablo Escobar.
Las causas del azote
Analistas y expertos intentan hallar una explicación para el azote criminal del que son víctimas las ciudades y de la percepción de inseguridad que agobia a sus habitantes.
Pese a que hay fenómenos propios de cada capital que explican el por qué de una mayor ocurrencia de cierto tipo de delitos -en Caracas, por ejemplo, se culpa a la crisis institucional-, un denominador común para el surgimiento de grupos delincuenciales son las precarias condiciones socio-económicas de los ciudadanos, particularmente los jóvenes.
“En una sociedad que maltrata mucho a adolescentes y jóvenes con procesos de segregación fuerte, no es casualidad que sean ellos quienes reproduzcan con fuerza ciertos fenómenos de la criminalidad”, señala Rafael Paternina, director del Observatorio de Violencia y Criminalidad del Ministerio del Interior de Uruguay.
En el caso puertorriqueño el consumo de droga y la “transmisión generacional de la violencia”, ha golpeado la escala de valores de la sociedad y ha sembrado el miedo entre la población, a tal punto que hoy la gente prefiere invertir en rejas para sus viviendas y encerrarse como en las épocas medievales, explica Sonia Sierra, directora de la división de Protección de Víctimas y testigos del Departamento de Justicia.
La corrupción en el interior de los organismos de seguridad no solo se expande como un cáncer que facilita la delincuencia sino que llena de dudas y temor a una sociedad que deja de confiar en quienes, constitucionalmente, están llamados a protegerla.
En Río de Janeiro, dos jefes de la policía civil fueron despedidos y responden a procesos por corrupción; en Caracas, el propio ministro del interior y Justicia, Tareck El Aissami, admitió que funcionarios de la policía están involucrados en el 20 por ciento de los delitos que se cometen; mientras que en Buenos Aires se denunció que en el pasado, para ser jefe de una comisaría de policía, se tenía que pagar y no perseguir a los ‘desarmaderos’ de carros.
La falta de políticas públicas que combatan eficazmente el crimen en las calles ha llevado a que cada vez más ciudadanos estén ejerciendo justicia por mano propia, lo cual agrava el problema, como de hecho ha sucedido en Uruguay. Allí el homicidio tuvo un incremento del 30 por ciento, en la mayoría de los casos por violencia intrafamiliar y justicia propia.
En Bogotá, recientemente, un hombre murió luego de que una turba enfurecida de vecinos lo golpeó incesantemente tras ser señalado de haber abusado de una menor de edad.
“El linchamiento es simple y llanamente producto de que la justicia no entrega los niveles de seguridad que se requieren”, afirma Libreros.
De mantenerse esta tendencia en la que el crimen urbano pareciera superar todos los límites y con una ciudadanía atemorizada ya no por lo que pudiera pasar con sus bienes materiales sino con su propia vida, no estará lejos el día en que vuelvan a resurgir liderazgos locales que practiquen la política de la tolerancia cero.
De acuerdo con Libreros, eso es exactamente lo que pasó en la década de los 90 en ciudades como Nueva York, en la que el alcalde Rudolph Giuliani aplicó este tipo de estrategias particularmente contra los jóvenes.
“El primer ejemplo que podemos mirar –señala Libreros- es el manejo que se le ha dado a grupos de pandillas como las mara, en Salvador, donde para combatirlas se pasó de una política de mano dura a la súper mano dura y ahora van en la ‘mano de hierro’; se pasará de una política de seguridad ciudadana a una penitenciaria sin que esto signifique una solución verdadera”.
El tema está a la orden del día y forma parte de la agenda de las campañas presidenciales que hoy se desarrollan en Chile, Uruguay, Argentina y Colombia.
Desde los gobiernos locales y nacionales se plantean alternativas bien intencionadas que sin embargo no atacan el origen del problema. Hay que partir del reconocimiento de que las urbes de hoy no son las mismas de hace tres décadas y que demandan nuevas estrategias, recursos y creatividad para hacerles frente a estos males de las ciudades modernas; ciudades que, como en el poema de Kavafis, por más que lo intentemos, estamos condenados a habitarlas. “Aquí terminarás, no esperes nada mejor”.
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