Monday, May 18, 2009

El debate del estatus / Al País, la verdad / 2


Por Dr. Rafael Cox Alomar / Abogado

En la primera parte de esta columna (publicada el 17 de diciembre de 2008) -- y haciendo alusión al título de una serie de artículos publicados por Muñoz Rivera en abril de 1896 -- señalé que era tiempo de decodificar nuestro lenguaje político porque la mezcolanza indiscriminada de conceptos y principios es la razón principal por la cual vivimos en un constante estado de confusión.

El debate de status en Puerto Rico es particularmente confuso. Se ha convertido en un laberinto de argucias jurídicas. Todo se ve en función de legalismos: que si la culminación del Estado Libre Asociado es inconstitucional; que si la transmisión prospectiva de la ciudadanía no es permisible dentro de un modelo de asociación con mayores poderes; que si un Congreso no puede atar a futuros Congresos; que si el Congreso no puede delegar a perpetuidad sus poderes plenarios; que si estamos o no sujetos a la cláusula territorial y a los poderes plenarios que de allí se derivan; que si una relación de consentimiento mutuo no tiene cabida dentro del esquema constitucional federal; que si la Constitución federal sólo reconoce estados y territorios; que si la unión permanente bajo el Estado Libre Asociado es impermisible conforme el Derecho Internacional público.

Día a día nuestro debate de status va perdiendo de foco que los procesos de descolonización responden no a variables jurídicas sino a realidades políticas. El catalítico de las grandes transformaciones ha sido la voluntad política. El marco legal, lejos de sentar la pauta, siempre se ajusta (tarde o temprano) a la realidad política. Esa ha sido la constante desde los tiempos de la antigua Roma hasta nuestros días.

Ni Caracalla le concedió la ciudadanía romana a todos los habitantes libres del imperio (212) ni Constantino proclamó la tolerancia hacia el cristianismo (312) basando sus acciones en argumentos de carácter legal sino en base a las realidades políticas de una época en la cual ya se iba agrietando el poderío del imperio que intentaban preservar.

El vuelco al constitucionalismo de Cádiz (1812) lejos de responder a la realidad legal de la España de Fernando VII fue una reacción de magnitud política a la devastadora invasión de Napoleón. La promulgación de la Carta Autonómica (1897) tampoco se debió a deliberaciones jurídicas sino al estallido de la manigua cubana y a la crisis política desencadenada a raíz del Grito de Bairén (1895).

El desmantelamiento del imperio británico no se debió ni a la filantropía de Attlee ni al patriotismo chovinista de Churchill, tal desenlace respondió a la debilidad política y económica de Londres luego de la Segunda Guerra Mundial (1945). De igual forma, Francia y Holanda reformularon sus respectivas relaciones con sus colonias caribeñas en la posguerra como consecuencia de las innegables realidades políticas que entonces enfrentaban y no en función de argumentos sobre la viabilidad jurídica de sus acciones.

Los Estados Unidos no son la excepción. Sus grandes transformaciones se han estructurado sobre la base de realidades políticas y no de legalismos. Si por legalismos hubiera sido, Jefferson no le habría comprado a Francia el vasto territorio de Luisiana (828,000 millas cuadradas de terreno con las que extendió las fronteras de la joven república mas allá de las Dakotas); Lincoln no hubiera abolido la esclavitud; la expansión del 1898 jamás hubiera ocurrido; y el desmantelamiento de la segregación racial aún sólo sería un sueño. Todas estas transformaciones (las cuales alteraron por siempre el curso de la historia de los Estados Unidos) respondieron a variables políticas no jurídicas -- muy a pesar de los serios cuestionamientos constitucionales que se levantaron en su momento contra cada una de ellas.

De la misma forma que la creación del Estado Libre Asociado en 1952 fue la consecuencia de los intereses geopolíticos de los Estados Unidos y de las apremiantes necesidades sociales y económicas de un Puerto Rico sin poder político alguno para potenciar su desarrollo; de esa misma forma el futuro de nuestra relación con los Estados Unidos dependerá de cómo se ajustan nuestras realidades a los intereses de Washington en esta primera mitad de siglo 21.

Y la estadidad no es opción de futuro ni para nosotros ni para ellos. En un momento como el que vivimos, cuando los Estados Unidos finalmente han comprendido que se les va la vida en la revitalización de sus relaciones económicas y políticas con la América Latina y el Caribe lo menos que necesita es a Puerto Rico como estado 51 -- en la bancarrota, sin capacidad para aportar al Tesoro federal, en búsqueda de más mantengo en Washington y sin poder para potenciar su propia sustentabilidad. Todo lo contrario.

La hora actual exige dejar atrás toda la madeja de legalismos y planteamientos apócrifos que se han venido vertiendo en ánimo obstruccionista, tanto aquí como en Washington, contra la evolución orgánica del Estado Libre Asociado.

Tanto para nosotros como para ellos lo que hace sentido es el fortalecimiento del Estado Libre Asociado a través de la transferencia a Puerto Rico de mayores poderes sobre las variables económicas determinantes para nuestro despegue económico.

La gran transformación de nuestro vínculo con los Estados Unidos no vendrá por medio de argucias jurídicas ni mucho menos por la vía judicial -- como equivocadamente plantean algunos -- sino que será consecuencia irreductible de la voluntad política del pueblo de Puerto Rico y del Congreso para perfeccionar una relación que no tiene paralelo en la historia constitucional de los Estados Unidos.

11 de abril de 2009 / Tomado de
El Vocero / periódico de Puerto Rico
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