Por Dr. Rafael Cox Alomar / Abogado
El liderato estadista jamás ha entendido que no existe tal cosa como un derecho a la estadidad. Tal derecho no existe por la sencilla razón de que la estadidad es una concesión que hace el Congreso conforme su propio criterio y en contextos muy particulares.
Si pasamos revista sobre la evolución histórica del movimiento estadista, desde que Barbosa y Rossy lanzaron su manifiesto anunciando la fundación del Partido Republicano el 25 de marzo de 1899, llegaremos a la forzosa conclusión de que su liderato ha sido un gran fracaso. Y la paradoja más elocuente de ese fracaso es que a más de un siglo de la invasión de Miles ese liderato no haya logrado conformar una concertación amplia ni aquí ni en Washington a favor de la estadidad.
Resulta francamente sorprendente que muy a pesar de los pesados eslabones que nos vinculan (ya casi indisolublemente) a Estados Unidos, tales como la ciudadanía en común, la unión monetaria y comercial, la dependencia económica y la inmensa diáspora puertorriqueña a través de los 50 estados, no se haya cristalizado una voluntad mayoritaria en respaldo a la estadidad. Fracaso aún más trágico si se toman en consideración la intentona de transculturación a mansalva de principios del siglo 20 y la feroz persecución ideológica desatada contra el nacionalismo durante el transcurso de gran parte del siglo pasado. Ante tan endeble cuadro, es menester preguntarnos: ¿Cómo se explica el fracaso del liderato estadista?
Desde la fundación de su más reciente encarnación en 1967 (el PNP), ese liderato lejos de ir hilvanando un proyecto de autosustentabilidad para el País con el cual al menos posibilitar la consideración de su fórmula tanto aquí como allá, lo que se ha dedicado es a develar excentricidades tropicales («la estadidad jíbara») y a entonar cantos de sirena (la estadidad es para los pobres) en un intento por dibujarle al País un oasis político donde no lo hay. Su épica ha sido la ghettoización de un ideario. Y su norte la perpetuación del mantengo como fórmula de subsistencia política. Ahí su fracaso. En la elucubración de esas y otras quijotadas (el Plan Tenesí) se le ha ido la brújula y anda hoy por ahí sin dirección; dando palos a ciegas, aún desde el poder político.
Ha sido precisamente su obstinado apego a la peregrina teoría de que la estadidad es un derecho, lo que ha hecho que ese liderato pierda de vista que para adelantar la estadidad hay que hablarle claro al Congreso. Esa escurridiza estrella no la alcanzarán hasta tanto no logren convencer al liderato político en el Congreso -compuesto por delegaciones de senadores y representantes de los 50 estados- de que concederle la estadidad a Puerto Rico es un buen negocio para ellos. He ahí el gran dilema del liderato estadista.
A 110 años de la invasión -luego de haber despilfarrado cientos de millones de dólares en cabilderos de todo tipo y de torpedear hasta lo indecible todo intento por allegarnos como pueblo mayores poderes políticos (torpedeo sin cuartel al Proyecto Fernós Murray (1959), al memorando del presidente Kennedy (1962), al Proyecto Aspinall (1963), a los trabajos de la Comisión Presidencial (1964-66), a la puesta en vigor del mandato plebiscitario en favor del perfeccionamiento del ELA (1967), a las recomendaciones del Comité Ad Hoc (1975), a la permanencia de la Sección 936, a la participación de Puerto Rico en cualquier iniciativa de carácter internacional)- aún no pueden explicar en Washington con ni siquiera alguna pizca de credibilidad por qué la concesión de la estadidad es consistente con los mejores intereses de los 50 estados de la Unión.
La estadidad -más que ninguna otra fórmula- es una calle sin salida. Es un matrimonio a perpetuidad del cual sólo se puede salir a sangre y a fuego, como amargamente descubrieron Lee y Davis.
Ante tan insoslayable realidad, ¿qué sacan los 50 miembros de la cofradía con extenderle una invitación a perpetuidad a Puerto Rico? ¿Dónde está el beneficio? ¿Por qué estados como Connecticut, Iowa o New Hampshire querrán conformarse con menos congresistas para hacerle espacio a la delegación isleña? ¿Qué razón de peso hay para que los congresistas que provienen de los estados que subsidian a la Unión (estados como Texas, New Jersey y California que reciben del gobierno federal menos de lo que le mandan anualmente en contribuciones) quieran encima de todo eso también subsidiar al Estado 51 de Puerto Rico? ¿Y qué de los estados subsidiados? ¿Por qué Luisiana, Mississippi, West Virginia y toda esa ristra de estados subvencionados por el gobierno federal querrían dividirse el pastel con Puerto Rico? ¿Qué aporta Puerto Rico a la ecuación?
Es sobre estas bases que se verá en el Congreso la disyuntiva de la estadidad para Puerto Rico. El liderato estadista nunca ha entendido esto. Y lleva tiempo apostando a la estadidad por carambola. Que no es otra cosa que esperar a que este pueblo ante su indefensión económica, aguijoneada por el abominable despido de 30,000 empleados públicos, la cancelación de la Sección 901 y la apertura de Cuba, se rasgue las vestiduras y vaya a Washington de rodillas clamando por la estadidad. Patético cuadro. A Washington no se va en genuflexión. Se va de pie y de frente.
Hasta que el liderato estadista no aprenda tan ingente realidad seguirá por ahí dando tumbos. Arando en el mar, en las esclarecedoras palabras de Bolívar.
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