Por Koldo Unceta / Economista
¿Tiene sentido debatir sobre el concepto de desarrollo en medio de una crisis como la actual? ¿Hay lugar para otras prioridades, más allá de cómo crear empleo, cómo evitar el avance de la pobreza, o cómo garantizar la financiación de la actividad económica…? ¿Acaso podemos preocuparnos ahora por nuevas orientaciones para el bienestar humano, cuando éste se ve amenazado en primera instancia por una profunda recesión económica?
Es posible que muchas personas respondieran negativamente a estas interrogantes. Y lo más probable, además, es que lo hicieran con rotundidad. Y es que, como ya ocurriera en otros momentos de la historia, la preocupación por afinar en la definición del progreso humano tiende a difuminarse en épocas de crisis, en las que sólo lo más inmediato y perentorio parece tener un lugar en las preocupaciones políticas y académicas.
Sin embargo, es posible que tales debates tengan hoy más sentido que nunca. En primer lugar, porque nos encontramos frente a una crisis global, sistémica, distinta de todas las anteriores, pese a tener algunos componentes también presentes en ellas. Una crisis que trasciende el ámbito de los que comúnmente –y en contra de Aristóteles- se considera lo económico, para afectar de lleno a la política, el ambiente, la cultura, etc., es decir, al modelo de desarrollo.
Y en segundo término, porque la crisis que actualmente azota a muchos millones de personas en todo el mundo, hace que se sumen a los cientos de millones que, en muchos países, ya vivían en la miseria antes de que nadie hablara de las hipotecas basura. Esta es una crisis inseparable de las ideas y los conceptos que se han ido imponiendo en las últimas décadas sobre cómo se entiende el progreso y el bienestar humanos. De nuevo nos encontramos ante el tema del desarrollo.
Estas dos cuestiones hablan de la pertinencia y actualidad del debate sobre el modelo económico y social, como elemento básico para entender muchos aspectos de la crisis, e incluso su propia naturaleza. Se trata de asuntos directamente relacionados con el diagnóstico de lo que está ocurriendo. Pero, dadas su especial naturaleza y sus múltiples dimensiones, una mirada rigurosa sobre la crisis no debería abarcar únicamente al pasado más inmediato, sino referirse a un período considerablemente más extenso. Es necesario examinar una larga trayectoria, en la que los medios e instrumentos que supuestamente debían servir para avanzar hacia el bienestar, la libertad, la equidad, y la sostenibilidad, fueron paulatinamente convertidos en fines en sí mismos, con las consecuencias que hoy conocemos.
Es evidente –pues, por fin, existe un amplio consenso al respecto- que las políticas desreguladoras, auspiciadas por gobiernos y organismos multilaterales durante las últimas dos décadas, están en la base de profundos desequilibrios y asimetrías en algunos mercados (especialmente los financieros y, en algunos países, los inmobiliarios) que han acabado por reventar, generando un tsunami que ha afectado al conjunto del sistema económico. Son ya muchos quienes sostienen, además, que dichas políticas han favorecido prácticas financieras y empresariales desastrosas, generadoras de precariedad laboral e inseguridad humana, mientras paradójicamente alimentaban un modelo de consumo tan alocado como insostenible. Es decir, no hay duda de que la crisis tiene causas, bien identificadas, que tienen que ver con la deserción del Estado y, en general, de las instituciones económicas que abdicaron de su función principal –garantizar el bienestar humano y la estabilidad del sistema-, para dejar en manos del mercado el destino de las personas.
Nos encontramos frente a graves problemas que hunden sus raíces en procesos que vienen de lejos, y que tienen que ver con muchos de los debates en los llamados Estudios sobre Desarrollo.
Frente al optimismo de quienes pensaban que todo quedaría resuelto a través del crecimiento económico, ya en los años sesenta y setenta del siglo pasado algunas voces comenzaron alertar sobre sus limitaciones, así como sobre las nuevas amenazas que podían derivarse de un crecimiento ilimitado. Así, algunos problemas, como la redistribución y la pobreza, las negativas afecciones al medio ambiente y los recursos naturales disponibles, las restricciones de la libertad y los derechos humanos en nombre del crecimiento, y otros más, pasaron a formar parte de del debate. Algunos autores caracterizaron el modelo surgido como maldesarrollo, subrayando sus características globales, sistémicas, capaces de englobar las categorías hasta entonces más comúnmente empleadas (desarrollo y subdesarrollo).
Sin embargo, la grave crisis del modelo de acumulación capitalista habida en los años setenta, la incapacidad de las políticas keynesianas convencionales para hacerle frente, y la paulatina consagración de la nueva ortodoxia neoliberal, lograron dejar en un segundo plano aquellas sensatas preocupaciones. Peor aún: el continuo reduccionismo intelectual, y el avance del llamado por algunos pensamiento único, dejaron inermes a los teóricos del desarrollo para afrontar los nuevos retos que se presentaban, derivados esta vez del avance de la globalización y de la creciente transnacionalización de los problemas en presencia. En una palabra, el maldesarrollo se agudizaba, mientras la investigación sobre el mismo se debilitaba, y la oficialidad se mostraba despreocupada, cegada por el espejismo de la orgía de crecimiento y consumo de los últimos años.
En estas circunstancias, existe el peligro de que –como ha sucedido en otras ocasiones- todos los esfuerzos políticos e intelectuales se concentren en volver a comenzar con el crecimiento económico. Enfrentamos el riesgo de intentar recuperar cuanto antes, y a cualquier precio, la senda del crecimiento económico y que, en consecuencia, queden postergadas cualesquiera otras consideraciones, incluidas las relativas a la equidad, la sostenibilidad, o los derechos humanos, ahondándose así en las características del mencionado maldesarrollo. En caso de tener “éxito”, una estrategia de ese tenor podría satisfacer los intereses y preocupaciones de corto plazo de los grupos económicos y sectores sociales con más capacidad de incidir en la opinión pública y en la toma de decisiones políticas, en detrimento de un desarrollo humano y sostenible capaz de representar una alternativa de bienestar universalizable, a la vez que compatible con los derechos de las futuras generaciones.
Pero ello no podría evitar la recurrente irrupción de crisis sociales, ambientales y políticas, inherentes a un modelo económico desequilibrado, frágil, y crecientemente inestable. De ahí la necesidad y la urgencia de plantear alternativas a la actual crisis que vayan más allá de lo coyuntural y que, en línea con las exigencias del desarrollo humano y la sostenibilidad, planteen cambios estructurales en la manera de organizar la producción y la distribución, al servicio de las personas y acordes con la preservación de los recursos. De ahí la importancia que, en momentos como los actuales, tiene el debate sobre el desarrollo.
Koldo Unceta es catedrático de Economía del Desarrollo de la Universidad del País Vasco (España). El presente artículo ofrece algunas ideas elaboradas en el ensayo Desarrollo, Subdesarrollo, Maldesarrollo y Postdesarrollo. Una mirada transdisciplinar sobre el debate y sus implicaciones, que acaba de publicarse en Carta Latinoamericana, nº 7, D3E-CLAES.
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Wednesday, May 6, 2009
El debate sobre el desarrollo en tiempos de crisis
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