Sunday, September 12, 2010

Los garrones de la cultura


Por Alejandro Dolina / Argentina

Los cirujanos, los sacamuelas, los locutores, los periodistas y los actores de teatro -que son, como se sabe, los espíritus rectores de la opinión filosófica- han dicho miles de veces que la característica más notable de nuestro tiempo es la velocidad.

Algunas personas sensibles suelen quejarse amargamente de este hecho, afirmando que nuestros galopes existenciales levantan demasiada polvareda. No les falta razón a estos sofocados pensadores, deseosos de resuello. Pero hay que decir en defensa de la velocidad, que hay ocasiones en que no causa daño ninguno y hasta ayuda a hacer la vida un poco mejor. Por ejemplo, no es malo que el subterráneo tarde 20 minutos entre Chacarita y Leandro Alem, en vez de dos horas.

Tampoco es malo reducir las tardanzas de un avión que va a París. Y es mejor curarse alguna peste en dos días que en un año. La velocidad nos ayuda a apurar los tragos amargos. Pero esto no significa que siempre debamos ser veloces. En los buenos momentos de la vida, más bien conviene demorarse. Tal parece que para vivir sabiamente hay que tener más de una velocidad. Premura en lo que molesta, lentitud en lo que es placentero. Entre las cosas que parecen acelerarse figura -inexplicablemente- la adquisición de conocimientos.

En los últimos años han aparecido en nuestro medio numerosos institutos y establecimientos que enseñan cosas con toda rapidez: haga el bachillerato en seis meses, vuélvase perito mercantil en tres semanas, avívese de golpe en cinco días, alcance el doctorado en diez minutos.

Muchas veces me he imaginado estos cursos bajo la forma de una película filmada a cámara rápida, con alumnos atropellándose en los pasillos, permisos para ir al baño denegados y capítulos de la historia groseramente mutilados. Capítulo seis: los fenicios. Los fenicios eran un pueblo de mercaderes, etcétera. Capítulo siete: Grecia. Los griegos inventaron la tragedia, las cariátides, etcétera. Capítulo veinte: La Edad Contemporánea. La Edad Contemporánea comienza con la Revolución Francesa y todavía sigue, etcétera. Calculo que el asunto no será tan grave. Supongo que se tratará de conseguir la máxima concentración mental por parte del alumno. Supongo también que no se perderá tiempo en tonterías. De todos modos, no sé si esto es suficiente para reducir el tiempo de un aprendizaje a la quinta parte.

Quizá se supriman algunos detalles. ¿Qué detalles? Desconfío. Yo he pasado siete años de mi vida en la escuela primaria, cinco en el colegio secundario y cuatro en la universidad. Y a pesar de que he malgastado algunas horas tirando tinteros al aire, fumando en el baño o haciendo rimas chuscas, puedo decir que para aprender las pocas destrezas que domino tuve que usar intensamente la pensadora. Y no creo que ningún genio recorra en un ratito el camino que a mí me llevó decenios.

¿Por qué florecen estos apurones educativos? Quizá por el ansia de recompensa inmediata que tiene la gente. A nadie le gusta esperar. Todos quieren cosechar, aún sin haber sembrado. Es una lamentable característica que viene acompañando a los hombres desde hace milenios. A causa de este sentimiento algunos se hacen chorros. Otros abandonan la ingeniería para levantar quiniela. Otros se resisten a leer las historietas que continúan en el próximo número.

Por esta misma ansiedad es que tienen éxito las novelas cortas, los teleteatros unitarios, los copetines al paso, las señoritas livianas, los concursos de cantores, los libros condensados, las máquinas de tejer, las licuadoras y en general, todo aquello que nos ahorre la espera y nos permita recibir mucho entregando poco. Todos nosotros habremos conocido un número prodigioso de sujetos que quisieran ser ingenieros, pero no soportan las funciones trigonométricas. O que se mueren por tocar la guitarra, pero no están dispuestos a perder un segundo en el solfeo. O que le hubiera encantado leer a Dostoievsky, pero les parecen muy extensos sus libros. Lo que en realidad quieren estos sujetos es disfrutar de los beneficios de cada una de esas actividades, sin pagar nada a cambio.

Quieren el prestigio y la guita que ganan los ingenieros, sin pasar por las fatigas del estudio. Quieren sorprender a sus amigos tocando «Desde el Alma» sin conocer la escala de si menor. Quieren darse aires de conocedores de literatura rusa sin haber abierto jamás un libro. Tales actitudes no deben ser alentadas, me parece. Y sin embargo eso es precisamente lo que hacen los anuncios de los cursos acelerados de cualquier cosa. Emprenda una carrera corta. Triunfe rápidamente. Gane mucho vento sin esfuerzo ninguno. No me gusta. No me gusta que se fomente el deseo de obtener mucho entregando poco. Y menos me gustaque se deje caer la idea de que el conocimiento es algo tedioso y poco deseable.

No señores: aprender es hermoso y lleva la vida entera. El que verdaderamente tiene vocación de guitarrista jamás preguntará en cuánto tiempo alcanzará a acompañar la zamba de Vargas. «Nunca termina uno de aprender» reza un viejo y amable lugar común. Y es cierto, caballeros, es cierto. Los cursos que no se dictan Aquí conviene puntualizar algunas excepciones. No todas las disciplinas son de aprendizaje grato. Y en alguna de ellas valdría la pena una aceleración. Hay cosas que deberían aprenderse en un instante. El olvido, sin ir más lejos. He conocido señores que han penado durante largos años tratando de olvidar a damas de poca monta (es un decir). Y he visto a muchos doctos varones darse a la bebida por culpa de señoritas que no valían ni el precio del primer Campari.

Para esta gente sería bueno dictar cursos de olvido. Olvide hoy, pague mañana. Así terminaríamos con tanta canalla inolvidable que anda dando vueltas por el alma de la buena gente. Otro curso muy indicado sería el de humildad. Habitualmente se necesitan largas décadas de desengaños, frustraciones y fracasos para que un señor soberbio entienda que no es tan pícaro como él supone. Todos -el soberbio y sus víctimas- podrían ahorrarse centenares de episodios insoportables con un buen sistema de humillación instantánea. Hay -además- cursos acelerados que tienen una efectividad probada a lo largo de los siglos. Tal es el caso de los sistemas para enseñar lo que es bueno, a respetar, quién es uno, etcétera. Todos estos cursos comienzan con la frase Yo te voy a enseñar y terminan con un castañazo. Son rápidos, efectivos y terminantes.

Elogio de la ignorancia: Las carreras cortas y los cursillos que hemos venido denostando a lo largo de este opúsculo tienen su utilidad, no lo niego. Todos sabemos que hay muchos que han perdido el tren de la ilustración y no por negligencia. Todos tienen derecho a recuperar el tiempo perdido. Y la ignorancia es demasiado castigo para quienes tenían que laburar mientras uno estudiaba. Pero los otros, los buscadores de éxito fácil y rápido, no merecen la preocupación de nadie. Todo tiene su costo y el que no quiere afrontarlo es un garronero de la vida. De manera que aquel que no se sienta con ánimo de vivir la maravillosa aventura de aprender, es mejor que no aprenda. Frecuento a centenares de personas bondadosas, sensibles y llenas de virtud que desconocen minuciosamente el teorema de Pitágoras. Después de todo, es preferible ser ignorante a ser estúpido. Más aún cuando la estupidez es el producto de una mala educación. Oscar Wilde vio mejor que nadie este asunto de la estupidez ilustrada.

«Hay hombres llenos de opiniones que son absolutamente incapaces de comprender una sola de ellas». Tenía razón el irlandés. Yo propongo a todos los amantes sinceros del conocimiento el establecimiento de cursos prolongadísimos, con anuncios en todos los periódicos y en las estaciones del subterráneo. Aprenda a tocar la flauta en cien años.

Aprenda a vivir durante toda la vida. Aprenda. No le prometemos nada, ni el éxito, ni la felicidad, ni el dinero. Ni siquiera la sabiduría. Tan solo los deliciosos sobresaltos del aprendizaje.
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