Por Amy Goodman - Democracy Now
El fiscal general Michael Mukasey, inquieto, bebía a sorbos su agua. Era la primera vez que declaraba ante el Comité Judicial del Senado desde la controvertida confirmación de su nombramiento. Lo qué estaba en debate en aquella ocasión: la tortura.
¿Considera él que la técnica conocida como el submarino es una forma de tortura? Edward Kennedy, senador demócrata de Massachussets, lo convirtió en un asunto personal: «¿El submarino sería una forma de tortura si se lo hicieran a usted?» «Pensaría que sí», respondió Mukasey.
Aunque esquivó preguntas, antes y después de la de Kennedy, su respuesta a la pregunta personal sonaba auténtica. Nuestro Fiscal General no debería necesitar ser sometido al submarino para saber que es una forma de tortura. De igual modo, los estadounidenses no deberían tener que sufrir una dictadura brutal para saber que está mal apoyar a dictadores de otros países.
Tomemos por ejemplo al perenne dictador de Indonesia, Suharto. Ha muerto esta semana a los 86 años, una edad que no alcanzaron la mayoría de sus más de 1 millón de víctimas. Suharto gobernó Indonesia durante más de 30 años, tras ser llevado al poder por el país más poderoso del planeta, Estados Unidos. Suharto llegó al poder en 1965 mediante un golpe de estado que contó con el apoyo de la CIA, la que le proporcionó listas de disidentes, a los que el ejército indonesio asesinó, uno a uno. Fue expulsado del poder en 1998, tras un levantamiento a favor de la democracia.
Durante todo el régimen de Suharto, las administraciones estadounidenses —demócratas y republicanas — armaron, entrenaron y financiaron al ejército indonesio. Además del millón de indonesios asesinados, otras cientos de miles de personas fueron también asesinadas durante la ocupación Indonesia de Timor Oriental, un pequeño país 480 kilómetros al norte de Australia. Timor Oriental es un país que conozco bien, ya que he realizado la cobertura informativa sobre ese país durante años.
El 12 de noviembre de 1991, mientras cubría una marcha pacífica de timoreses en Dili, la capital de Timor, el ejército de ocupación de Suharto abrió fuego contra la multitud, matando a 270 timoreses. Salí de esa situación con cierta suerte: los soldados me patearon con sus botas y me golpearon con las culatas de sus rifles M-16, de fabricación estadounidense. Fracturaron el cráneo a mi compañero Allan Nairn, que por aquel entonces escribía para la revista The New Yorker. Y aquella masacre fue una de las más pequeñas que ocurrieron en Timor. Sin embargo, el presidente George H.W. Bush siguió proporcionando armas a Indonesia, al igual que su sucesor, Bill Clinton. Lo único que logró que se detuviera la venta de armas estadounidenses fue el fuerte movimiento de base que se desarrolló en Estados Unidos.
Además de ser brutal a niveles inimaginables, Suharto también era un corrupto. La organización Transparencia Internacional calculó que la fortuna de Suharto se situaba entre los 15 mil y los 35 mil millones de dólares. El actual embajador estadounidense en Indonesia, Cameron Hume, alabó esta semana la memoria de Suharto, declarando:
El presidente Suharto estuvo al frente de Indonesia durante más de 30 años, un periodo durante el que Indonesia alcanzó un notable desarrollo económico y social... A pesar de que pueda haber cierta controversia sobre su legado, el Presidente Suharto fue una figura histórica que dejó una marca perdurable en Indonesia y en la región del sudeste de Asia'. Histórica que dejó una duradera ¿Marca perdurable? Sí, siempre que eso se refiriera a arrancarle las uñas a la gente, hacer desaparecer a los disidentes indonesios, o eliminar a un tercio de lapoblación de Timor Oriental, uno de los grandes genocidios del siglo.
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