Por Carlos López Dzur / poeta y narrador
Esta novela, cuyo personaje central se llama «Pirri» (Pedro Enrique), trata sobre un «secuestro metafísico», sobre una intrusión ajena en la vida de un niño. Es una metáfora onírica del estado de mi psiquis cuando ocurrieron ciertas cosas que repudié con toda mi energía. En este sentido, esta novela es sicológica más que filosófica. Es una novela sobre mis alucinaciones, estados casi esquizofrénicos y obseso-compulsivos que experimenté, callé en su obviedad, pero que superé mediante un estudio autoexplorativo que me indujeron a la filosofía.
Siempre he preferido callar estas cosas; pero un escritor no puede. El sótano en que Pirri se encierra es una caseta, o almacén que se construyó en mi casa para guardar cosas; allí tendimos una hamaca, en que solía mecerme con uno que otro de mis hermanos, los pequeños. Colgarse de un pie es algo que soñaba, pero alude a las mecidas de la hamaca, a ese sótano del símbolo. Lo que importa de tan sencilla trama en esta novelita no es la acción, sino una circunstancia que azuzaron mis emociones durante ese tiempo. Un aislamiento buscado, deseado, para escapar de los «invasores», porque no eran imaginarios. Venían a casa 3 o 4 veces por semana, en grande número, y toda la semana uno que otro, alegando amistad y simpatía por mi familia.
No creo que yo haya sido odioso. No fue una actitud nata y morbosa; pero yo los rechazaba. Robaban el tiempo que fue de mi familia para nosotros, en nombre de una Amenaza Apocalíptica, o una irrupción divina que juzgará a los seres vivientes y pondrá a los no merecedores en «lagos de fuego y azufre». No sé cómo yo soporté esos cuentos por tan largo tiempo; pero, por impotencia, comencé a hablar solo, a tener pesadillas, a maldecir en secreto, imitando burlonamente voces de esos exponentes del Juicio Final. Imitaba la voz meliflua de un tal Loperana, las carrasperas del Hermano Alberto, la engolada voz argentina de Braulio Pérez Marcio, anunciando radialmente «La Voz de la Esperanza, Apartado G, Caparra Heights», y fue como caí secretamente en esos estados que define mi novela y mi coraje reprimido llegó a ser tanto que cortaba los capullos de las flores de hibisco, antes de que afloraran tan hermosamente rojos, los destrozaba con espinas que cortaba de un limonero. Hacía mi vodú, ceremonias de asesinato, atravesándolos con espinas, maldiciendo algo que representaban, antes de despachurrarlos. Sacaba los pistilos de las flores con ritual caníbal y esos juegos, al parecer niñerías o travesuras, se hicieron metáforas esofagarias en mis sueños... pero nadie culpa a un niño de 8 o 10 años por esas extravagancias.
Por destruir los capullitos del hibisco, llegué a sentir mucha culpa, como si hubiese matado a alguien. Ciertamente, ese capullito, con pocos días más de crecimiento, sería algo bello, no una megáspora... ¿Por qué yo hice estas cosas? ¿Y cómo superé esa etapa? Ese esfuerzo de descodificación es lo que se desprende de mi relato... Al madurar, pude enfrentar esas imágenes y replantear mi extraño / retraído / fantasioso / carácter de niño. Y todo comienza por aquí... veamos...
Mi madre fue una mujer amorosa, hacendosa, consoladora y servicial, con talento para todo, lo práctico, lo artístico y, aún lo intelectual, pero vivió enferma y, así su vida se me introyectó con sucesivas imágenes durante mi niñez. Intensamente achacosa por el asma, así la recuerdo... arrebatando el aire a la vida. Me obsesinó el temor de que que pudiera morir. Era delicada y bella, aún en su enfermedad, sus rutinas de ama de casa.
Descubrí una de las cosas que le hizo daño: la hostilidad religiosa, la transformación de su estilo de vida. Un periodo abrupto es éste en que tuvo que renunciar a pequeñas vanidades que antes le habían dado felicidad y asueto; pequeñas vanidades, digo, porque dentro de las limitaciones económicas y la tarea de criar a sus primeros hijos, siempre amó las carteras bonitas, los perfumes, el maquillarse y cultivar amistades, comprar algún detalle para obsequiar a otros, compartir el alimento con el vecino, ancianos o desprotegidos. Y éramos pobres y mi papá medio «codo», muy pragmático.
El no creía en la Gracia, sino en el trabajo y disciplinar los recursos. A veces era más que austero, duramente acerbo con Dios. Mamá no. Sacó una raje judaica de los suyos. Papá no. El era un hombre muy educado, ex-veterano, rayaba en el ateísmo con muchos resentimientos y conflictos callados, quizás porque amaba tanto a mi madre, como yo, y culpaba a Dios de su poca salud, la muerte de su primer hijo y muchas otras cosas.
Mamá no era fiestera, pero un día cierta denominación religiosa, con sus comefuegos evangelizadores, quiso edificar un templo y ganar feligreses. A fin de coauxiliar el objetivo de una iglesia bonita, con salones de clases, irrumpió en la zona en que vivimos y, entonces, en casa con malos signos. Para mi familia, se acabó el paseo, ir a Fiestas Patronales, beber el café tradicional (ahora se ha de tostar garbanzos), se prohibió la carne de cerdo, se acabaron los horarios de TV para los hijos, la tarrea de sintonizar «Calle Abajo» o la telenovela «La Gata», no se pudo conocer cómo fue su desenlace al no seguir más las imágenes y escenas de Lucy Boscana Esperancita Martínez o Helena Montalbán, ya no habría Gabi, Fofo y Miliki, ni horas para ver a Gaspar Pumarejo, aquel Don Francisco pionero... Se corría a apagar el televisor o el tocadiscos, o la radio, por la visita súbita de los Hermanos del Juicio Final... y mamá dejaría de pintarse los labios.
Ella no era fiestera, insisto, pero ahora, si es posible, se ceñiría a una falda larga como beata cuando subiera al poblado... Tendría que dejar a un lado esas revistas de las que leía, en Bohemia Cubana, Modas o Caretas las novelas de Caridad Bravo Adams, o Corín Tellado, y ya no repasaría las modas y bordados que ella misma se cosía... ahora habría que leer a Elena G. de White, la profetisa, y Biblia de desayuno, almuerzo y cena. Una tiranía de socialización selectiva entró en vigor en la familia porque Cristo viene pronto, como ladrón en la noche, y no se puede perder un minuto en distracciones... y la casa nuestra fue un subcuartel, donde había que meter a todo el vecindario y recibir a los evangelizadores, diez o doce extraños, y proyectar diapositivas a todo color en una pantalla, después de cantar himnos y muchas oraciones de 3 o 4. Se viviría para ganar adeptos y propagar La Palabra...
Para mí, apenas pubertario, fue un alto precio para que le devolvieran la salud a mi madre, orando por ella, si ese fue el pretexto real para invadir nuestra privacidad, no ya un viernes en la tarde o el sábado hasta la noche, todos esos sábados y tres o cuatro días a la semana, en adición a unas caminatas hasta el templo... y, en la casa, a preparar café con leche (café de garbanzos) y bocadillos para ese tropel... ya ni TV ni privacidad ni tiempo de diálogo para los hijos; ya hasta mi padre se cohibía de contar sus cuentos / chistes / bromas / de cagaos o pedos, o historias de Juan Bobo y Pedro Urdemalas, ya no se hablaría de política y nostalgia ni de Cuba ni Fidel Castro,sque eran la novedad en esos años de la Revolución Cubana y la Crisis de los Misiles. Prohibido cagarse en Dios o decir linduraS, o hacerse la puñeta, si las urgencias adolescentes, lo animan. Te sale pelos en la palma de la mano, o te vuelves demente, dice Elena G. de White... Cambió el mundo de todos, padres y hermanos, desde que se decretó por prioridad edificar un Templo / una Academia cristiana / porque el Señor está cerca y viene pronto... y tenemos que ser la Familia Modelo, la Sagrada Familia en este barrio.
Yo siempre he sido un buen oidor, pero no un papagallo. Lo que oigo y me inquieta, lo medito, lo pregunto de mil formas si lo juzgo extraño. Siempre me ha movido una inquietud por el misterio. Creo en lo Sublime y me fascina ver en luz lo que oigo, hasta soñar y fascinarme, porque lo que oigo lo llevo a mi Inconsciente profundo... y no dudo que enloquecí por un periodo, hasta que parejamente, me eduqué para liberarme y sincerarme con mi madre y decirle: «Ya no soporto ésto», y comenzamos a hablar y poner límites. Y mi diálogo con Mamá la curó. Claro, hubo una ayuda extra, con el pastor nuevo / de apellido García / y llevaron a mamá a una clínica y a la Iglesia se le dijo que la familia necesita aire y todo ese tropel en una casa, semana tras semana, año tras año, les asfixia. Cuando dejaron de llegar, el asma de mamá cedió y fuimos más felices como grupo familiar y la verdadera fe retoñó. Yo lo ví en un sueño: mis capullitos de hibiscos, cruzados por espinas, se renacían, floreaban en tiempo de Pascuas.
Me hizo tan feliz dejar de ver las piernas obesas, peludas, de tantas beatas, de tantas mujeres sin maquillaje, con faldas largas. Se acaba el secuestro metafísico. Ya nadie me diría que exigir pruebas a Dios de su existencia, o la de sus ángeles o lo ultransensible, es pecado. De todos modos, yo los veía. Me levantaba de madrugada a encender la luz para un mejor cercioramiento de creerlos, verlos. Mas desaparecían... ¡Ellos sí me quitaron esos ángeles, o las voces inaudibles! Mas cuando dejaron de invadir, ya no sería yo un adolescente pedante, descreído, al que le Diablo lo posee... nació en mí.la verdadera espiritualidad. Estudié la Biblia de rabo a cabo, leyéndola completa muchas veces, enriqueciéndola con extrapolaciones de otros Libros Sagrados, y viendo siempre lo mismo: Que la Sabiduría está en el saber interpretar lo poético, del mismo modo en que se infiere de un sueño las guías sublimimnales y se capta su esencia. Ese día «mi Pirri» dejó de ser excéntrico, loco o poseso. Era libre, al fin libre, y yo con él. Ahora sí podría bailar y asumir mi adolescencia.
En uno de mis blogs resumo la trama, con la ayuda de quienes la han leído: «Berkeley y yo es una novela sicológica, filosófica y poética, escrita por Carlos López Dzur. Narra la historia de la adolescencia y juventud de «Pirri», un jovencito de la clase alta mexicana; repasa eventos vividos junto a su hermana (Caterina), su primer amor (Cèline), su contradictoria relación con su amigo (Jeremías Campas), quien es su rival amoroso y, sobre todo, da cuenta detallada de los seres invasores que llama Vampiros, Pájaros Negros, Demonios, Don Nadie y otros apelativos, que sugieren su gran problema: la esquizofrenia que prácticamente le induce a la soledad, a una breve reclusión siquiátrica y a su fracaso como estudiante, pese a su inteligencia sobresaliente.
La narración de López Dzur nos lleva, poéticamente, a su mundo de fantasías, su religiosidad, su deseo de liberarse de las obsesiones. Y, finalmente, al recurso de imaginación que utiliza el personaje para darse alivio: cometer un crimen, ritual liberador. Descúbralo usted al leer estas páginas que sirven de marco para un análisis filsófico del subjetivismo absoluto».
Al repasar algunos de sus mensajes codificados, el amigo, poeta y crítico Extor Martínez, observa: «... Idealismo versus materialismo. Sancho y don Quijote, Marx y Hegel, el filósofo de la praxis y el escolástico metafísico, el ser y el pensar, la metáfora y el misticismo, y demás derivaciones, torcimientos y desviaciones. Retomando la premisa antes expuesta, la novela del máster Carlos López Dzur, Berkeley y yo, se inscribe en esas dos concepciones del mundo. López Dzur ha escrito una novela con un enfoque auténticamente filosófico. Con la peculiaridad estilística que tiene la palabra (dixit Bajtin, al referirse a la prosa literaria) y a través de una forma autobiográfica ficticia, haciendo uso de una riqueza lingüística y, además, sin otorgarle concesiones al realismo literario que registra vidas acartonadas, el autor nos ofrece una obra que retrata de manera dramática el conflicto entre el ser y el no ser; la rivalidad casi esquizoide que enfrenta en el personaje principal a su «vergüenza cartesiana», su «arjé» berkeliano (es decir, un dios subjetivado) por una parte, y la cobardía de no aceptar como determinación del espíritu la existencia del mundo sensible; un debate interno de la conciencia «superyóica» del personaje protagónico, adiestrada e indoctrinada para adorar falsas representaciones y fetiches abstractos, creados en los talleres, aulas, oficinas y cubículos de la gran vanguardia pequeñoburguesa que vive y sobrevive gracias al patrocinio y orientación del mecenas Yorch Berkeley, cuya filosofía ha renacido como «paradigma neoliberal y globalizador» y que se vende o se endosa como «estrategia del éxito gerencial», solo aplicable en el campo de la «meritocracia competitiva».
López Dzur publicó recientemente en páginas electrónicas esa última novela suya titulada Berkeley y yo. La estructura narrativa de esta obra tiene un valor poético y asimismo está dotada de una semántica del pensamiento que invita a la reflexión: Ektor Henrique Martínez, profesor universitario de Literatura, crítico y poeta».
Otros de sus lectores, Panyu Damac, me escribió: « ... 'No tiene ningún mérito pasar por la vida sin vencer al interno rival'... Y el nuevo mundo por venir será dado a los justos, el adán cadmón, un hombre aparte, capaz de embriagarse, y dar a luz a la sabiduría, y al verdadero gozo de vivir, un hombre sin pretensiones, ni soberbias, ni ánimos por alcanzar lo infinito, un hombre conforme consigo, porque ha vencido al verdadero enemigo... Un ensayo para detenerse a pensar, y a reflexionar. Muy aleccionador».
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