Por Manuel E. Yepe (especial para ARGENPRESS.info)
Ya comienza a definirse un modo o estilo estadounidense de hacer las guerras imperiales de conquista, opinan especialistas.
Nick Turse, miembro del Centro de Estudios sobre los Estados Unidos y la Guerra Fría de la Universidad de Nueva York y autor del libro The Complex: How the Military Invade our Everyday Life (Cómo el complejo militar invade nuestra vida cotidiana), ha abordado rasgos de ese patrón en un reciente ensayo publicado en el sitio TomDispatch.com del que él es editor asociado.
Señala Turse que, cuando en 2003 Estados Unidos invadió Irak, el Pentágono ya tenía en sus planes la construcción en ese país de una serie de mega-bases permanentes, edulcoradamente denominadas enduring camps (campamentos perdurables). Una vez que cayó Bagdad y se hizo claro que, con Saddam Hussein o sin él, Estados Unidos tendría que pelear y no podría ocupar tranquilamente el país, cientos de micro-bases fueron añadidas a las mega-bases, 106 de ellas en 2005 y más de 300 en total.
En el propio año 2005, Washington decidió trasladar su embajada, situada en uno de los antiguos palacios de Bagdad, para una locación un poco más elegante. En una parcela de 104 acres (42 hectáreas), junto al río Tigris, en el centro de la ciudad, a un costo de no menos de 750 mil millones de dólares, se construyó la Embajada más grande y más cara del planeta. Se planeó para un personal de mil diplomáticos, aunque ahora, después de los anuncios de retirada formulados por Obama, se proyecta duplicar esa capacidad.
Como hace notar Nick Turse en su trabajo, parecía evidente que el proyecto de las mega-bases y la portentosa Embajada respondían al objetivo de que se pudiera ejercer desde allí el control estadounidense de todo el Medio Oriente.
Cuando ese proyecto en territorio iraquí había absorbido ya varios miles de millones de dólares en apenas el primer semestre de su construcción en 2003, reapareció la guerra olvidada, la de Afganistán. La ya inmensa Embajada de Estados Unidos en Kabul, la capital afgana, también fue ampliada a un costo de entre 175 y 200 millones de dólares. Y, en 2009, otra Embajada de enormes proporciones en la región, la de Islamabad, Paquistán, hubo de ser igualmente renovada a un costo de no menos del mil millones de dólares.
El autor recomienda agregar a la cuenta de estos escandalosos derroches el costo del formidable anillo de apoyo a las operaciones de Estados Unidos en Irak y Afganistán a lo largo del Golfo Pérsico, Asia del sur y central, y hasta en la isla Diego García en el Océano Índico.
También habría que contar la extensa red de suministradores de los materiales para la construcción y mantenimiento de las bases que ha creado la Agencia para la Logística de la Defensa (DLA) del Pentágono, que opera en Uzbekistán una tienda virtual on line que abastece estas mercancías desde centros de producción ubicados en Armenia, Azerbaiyán, Georgia, Kazakstán, Tayikistán y Turkmenistán.
El más reciente inventario oficial de bases en ultramar del Pentágono indica la existencia de 716, la mayoría en el Medio Oriente, así como una significativa presencia en Europa y Asia, en este último continente especialmente en Japón y Corea del Sur.
Pero Turse advierte que, más que el número impresionante de bases del Pentágono, debe llamar la atención las muchas que no son declaradas. Tal es el caso de las de Irak y Afganistán. (Aunque Turse no lo señale de manera específica, tampoco lo están las de América Latina). Faltan también algunas bases secretas. Aunque se incluyen entre las bases en el Golfo Pérsico las existentes en Bahréin, Kuwait, Omán y en los Emiratos Árabes Unidos, hay una sospechosa omisión de la Base aérea de Al-Udeid de la Fuerza Aérea estadounidense en Qatar, desde donde supervisa las acciones en la región con utilización de aviones no tripulados.
«El número exacto de bases militares de Estados Unidos fuera de su país excede ampliamente las mil y el número de instalaciones de otras naciones que hoy utilizan los norteamericanos quizás nunca se sepa. Pero, por la experiencia de las bases en Alemania, Italia, Japón y Corea del Sur, se sabe que, una vez construidas las bases, éstas tienden a hacerse permanentes sin que tal propensión cese por el fin de las hostilidades o incluso por el logro de la paz».
El mensaje está claro: Las fuerzas de ocupación de Estados Unidos deben ser vistas como las más poderosas de la historia. Deben evidenciar que Estados Unidos puede hacer una guerra y una ocupación de proporciones tan grandiosas que son dignas de Records Mundiales Guiness y merecedoras de aparecer entre los sucesos seleccionados por el Créalo o no lo Crea de Ripley como insólito caso de construcción militar imperial. «Lo único que, por supuesto, no llegará a los libros de marcas -dice el investigador- serán los resultados: la más poderosa fuerza militar de la historia es forzada, cuando menos, a una retirada por insurgentes andrajosos, menores en número y débilmente armados».
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Señala Turse que, cuando en 2003 Estados Unidos invadió Irak, el Pentágono ya tenía en sus planes la construcción en ese país de una serie de mega-bases permanentes, edulcoradamente denominadas enduring camps (campamentos perdurables). Una vez que cayó Bagdad y se hizo claro que, con Saddam Hussein o sin él, Estados Unidos tendría que pelear y no podría ocupar tranquilamente el país, cientos de micro-bases fueron añadidas a las mega-bases, 106 de ellas en 2005 y más de 300 en total.
En el propio año 2005, Washington decidió trasladar su embajada, situada en uno de los antiguos palacios de Bagdad, para una locación un poco más elegante. En una parcela de 104 acres (42 hectáreas), junto al río Tigris, en el centro de la ciudad, a un costo de no menos de 750 mil millones de dólares, se construyó la Embajada más grande y más cara del planeta. Se planeó para un personal de mil diplomáticos, aunque ahora, después de los anuncios de retirada formulados por Obama, se proyecta duplicar esa capacidad.
Como hace notar Nick Turse en su trabajo, parecía evidente que el proyecto de las mega-bases y la portentosa Embajada respondían al objetivo de que se pudiera ejercer desde allí el control estadounidense de todo el Medio Oriente.
Cuando ese proyecto en territorio iraquí había absorbido ya varios miles de millones de dólares en apenas el primer semestre de su construcción en 2003, reapareció la guerra olvidada, la de Afganistán. La ya inmensa Embajada de Estados Unidos en Kabul, la capital afgana, también fue ampliada a un costo de entre 175 y 200 millones de dólares. Y, en 2009, otra Embajada de enormes proporciones en la región, la de Islamabad, Paquistán, hubo de ser igualmente renovada a un costo de no menos del mil millones de dólares.
El autor recomienda agregar a la cuenta de estos escandalosos derroches el costo del formidable anillo de apoyo a las operaciones de Estados Unidos en Irak y Afganistán a lo largo del Golfo Pérsico, Asia del sur y central, y hasta en la isla Diego García en el Océano Índico.
También habría que contar la extensa red de suministradores de los materiales para la construcción y mantenimiento de las bases que ha creado la Agencia para la Logística de la Defensa (DLA) del Pentágono, que opera en Uzbekistán una tienda virtual on line que abastece estas mercancías desde centros de producción ubicados en Armenia, Azerbaiyán, Georgia, Kazakstán, Tayikistán y Turkmenistán.
El más reciente inventario oficial de bases en ultramar del Pentágono indica la existencia de 716, la mayoría en el Medio Oriente, así como una significativa presencia en Europa y Asia, en este último continente especialmente en Japón y Corea del Sur.
Pero Turse advierte que, más que el número impresionante de bases del Pentágono, debe llamar la atención las muchas que no son declaradas. Tal es el caso de las de Irak y Afganistán. (Aunque Turse no lo señale de manera específica, tampoco lo están las de América Latina). Faltan también algunas bases secretas. Aunque se incluyen entre las bases en el Golfo Pérsico las existentes en Bahréin, Kuwait, Omán y en los Emiratos Árabes Unidos, hay una sospechosa omisión de la Base aérea de Al-Udeid de la Fuerza Aérea estadounidense en Qatar, desde donde supervisa las acciones en la región con utilización de aviones no tripulados.
«El número exacto de bases militares de Estados Unidos fuera de su país excede ampliamente las mil y el número de instalaciones de otras naciones que hoy utilizan los norteamericanos quizás nunca se sepa. Pero, por la experiencia de las bases en Alemania, Italia, Japón y Corea del Sur, se sabe que, una vez construidas las bases, éstas tienden a hacerse permanentes sin que tal propensión cese por el fin de las hostilidades o incluso por el logro de la paz».
El mensaje está claro: Las fuerzas de ocupación de Estados Unidos deben ser vistas como las más poderosas de la historia. Deben evidenciar que Estados Unidos puede hacer una guerra y una ocupación de proporciones tan grandiosas que son dignas de Records Mundiales Guiness y merecedoras de aparecer entre los sucesos seleccionados por el Créalo o no lo Crea de Ripley como insólito caso de construcción militar imperial. «Lo único que, por supuesto, no llegará a los libros de marcas -dice el investigador- serán los resultados: la más poderosa fuerza militar de la historia es forzada, cuando menos, a una retirada por insurgentes andrajosos, menores en número y débilmente armados».
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