Por Homar Garcés (Especial para ARGENPRESS.info)
Gracias al sistema propagandístico con que cuenta, Estados Unidos ha conseguido imponerle su visión e intereses particulares al resto del mundo, en un contexto internacional donde sus grandes corporaciones transnacionales contarían con el despliegue inmediato de sus fuerzas armadas en cualquier zona geográfica, sin que le asista a ninguno de los países agredidos el derecho natural de defenderse, con todo lo que ello implica y representa para la continuidad y respeto de su soberanía nacional.
Del mismo deriva la anuencia sutilmente forzada en torno a situaciones álgidas con gobiernos que -de una u otra manera- buscan una vía independiente del curso de la historia marcado por las elites dominantes de Washington desde el momento mismo que cesara la Segunda Guerra Mundial, cosa que devino en golpes de Estado, bloqueos económicos, sabotajes, invasiones, acusaciones sin base de violaciones a los derechos humanos, de narcotráfico y de terrorismo, asesinatos selectivos de dirigentes políticos y sociales, y amenazas constantes de agresión, que tienen como su soporte principal las mentiras vertidas por dicho sistema. De este modo, Estados Unidos ha justificado su injerencia imperialista en Guatemala, Cuba, República Dominicana, Vietnam, Grenada, Líbano, Panamá, Afganistán e Irak, sin olvidar lo mismo mediante el derrocamiento de los gobiernos de Chile, Haití, Venezuela y, más recientemente, de Honduras.
Como bien lo planteara Noam Chomsky, «el sistema doctrinal (estadounidense) está concebido para garantizar que estas conclusiones sean ciertas por definición, sean cuales fueren los hechos, que o bien no se divulgan, o se transmiten de modo que se amolden a las necesidades doctrinales, o -de tarde en tarde- se difunden honestamente pero después se envían al agujero de la memoria»; lo que se ha traducido en la producción de consensos entre la opinión pública interna y externa que legitima entonces las acciones imperialistas y terroristas de Estados Unidos. De ahí que, recurriendo a un pertinaz hostigamiento mediático, la Casa Blanca -antes con George Walker Bush y ahora con Barack Obama- se da el lujo de presentar a los regímenes de Corea del Norte, Irán, Cuba y Venezuela como amenazas potenciales a los intereses y la seguridad de Estados Unidos que serían -en consecuencia- los mismos del planeta entero, por lo cual no podría descartarse la opción militar, incluido el uso de armas nucleares (en el caso de Corea del Norte e Irán), si éstos persisten en su desafío a la hegemonía gringa.
En líneas generales, mediante esta guerra de baja intensidad, las elites dominantes de Washington pretenden impedir a toda costa el deterioro creciente de su país como potencia única del mundo. Así, -en el caso específico de su actual conflicto con Irán- Estados Unidos procura no sólo cercenar su desarrollo nuclear autónomo sino también tendría como objetivo estratégico consolidar su dominio preponderante de las reservas de hidrocarburos en el Medio Oriente, el Golfo Pérsico y parte de Asia, asegurar (ya con Afganistán e Irak aparentemente en sus manos), una base de control geopolítico proyectada al continente asiático (con una China convertida en objeto de su particular interés y recelo, dada la enorme importancia que ésta comienza a cobrar en la economía mundial, siendo, adicionalmente, su mayor acreedora), y continuar apoyándose en el poder nuclear-militar del Estado de Israel como su punta de lanza en aquella región y, de esta forma, retener y expandir su papel hegemónico en un Medio Oriente reconfigurado a su medida. Esto explicaría el afán belicista de Washington respecto a Teherán, algo menos complicado que el choque de civilizaciones que algunos persiguen establecer como premisa de sus indagaciones.
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